Dostojewsky, el célebre poeta ruso, después de larga prisión a causa de su tendencia política, fue condenado a muerte. Ya se hallaba en el lugar del suplicio, observando desde la funesta altura del cadalso el hervidero humano a sus pies, ávido de asistir al terrible espectáculo, cuando llegó de repente el indulto. Y Dostojewsky volvió a bajar del cadalso, volvió a la vida, pero hecho un hombre distinto. Todo cuanto contiene el mundo se le había vuelto tan insignificante, medido en aquella hora suprema, bajo aquel cielo plomizo, a la vista de aquella desgraciada multitud. Y en los treinta años de vida que le quedaron no sólo no se le borró aquella visión, sino que su alma se vio forzada a medir desde entonces todo bajo la impresión del recuerdo de aquella hora, en que su espíritu había dejado atrás todo deseo y todo temor a cuanto puede traer la vida.
Es que no puede haber sermón más eficaz que vivir nuestra última hora… A su sombra gigantesca se ve que todas nuestras grandes y pequeñas preocupaciones por cosas pasajeras no tuvieron en verdad más categoría que la de insignificantes nubecillas que se lleva el aire. Pero la sombra de esa hora produce luz, arroja luz meridiana sobre el camino recorrido por largo que sea…; es la hora que revela el valor auténtico de los hombres y de las cosas, y por eso suele ser la hora de las tremendas sorpresas y del gran estupor.
M. B. KOLB