Un seglar escribe: “Me horrorizaría ser sacerdote y más aún si fuera obispo. Si no son santos, ¡qué juicio tan terrible les espera!
Cuenta Mons. Sylvain que un día el apóstol de los obreros, León Harmel, encontró al dueño de una gran fábrica donde los obreros trabajaban duro y sólo guardaban el descanso el domingo, para divertirse. El dueño, aunque era bueno, dejaba que la cosa siguiera así. ¿Qué podía hacer él? Trabaron conversación y de pronto Harmel, lleno del don de la fortaleza del Espíritu Santo, le preguntó:
-. Cuando usted muera, ¿piensa ir al cielo?
-. Así lo espero.
-. Pues bien, usted se condenará.
Los labrios de Harmel se cerraron rígidos y fríos, pero continuó:
-. Suponga que un amigo suyo va a América y deja a sus hijos al cuidado de usted, y de regreso, al cabo de años, los encuentra crecidos, alimentados pero envilecidos. ¿Qué haría? No basta cuidar el cuerpo. Pues Dios, Padre celestial, que ama a los obreros que trabajan en la fábrica de usted, más de lo que usted ama a sus hijos, ¿no le va a condenar por habérselos devuelto totalmente perdidos?
¿Qué decir de los sacerdotes y de los obispos sin celo? Es posible que se ocupen mucho de los cuerpos, del clima, del diálogo, de las vacunas, de solucionar problemas personales, pero sólo el celo por la salvación de las almas es el termómetro que mide la santidad.
Jaime Solá Grané