El pecado es la mayor injuria que el hombre puede hacer a Dios. Es decirle: “Quiero otro dios, no a Ti. Idolatro esta RQUEZA, este PLACER…Esto es mi dios. Mi pensamiento, mi afecto lo doy a esta criatura que me obsesiona. “
Ya san Pablo hablando a los colosenses les decía que la avaricia es una idolatría, y en otra parte, dice de los glotones que su dios es su vientre. San Agustín exclama: “Todo aquello que pesa más en la balanza de nuestro amor es nuestro Dios”.
El pecado no solo ensucia la imagen de Dios que nos fue impresa por el Bautismo en nuestra alma, no solo es menosprecio de la justicia divina, también es abuso de la misericordia divina; pero en especial es negar la esencia de Dios: la unidad de su Ser. “No eres el único Dios, yo tengo muchos dioses a los que prefiero antes que a Ti…”, le dice el pecador.
De ahí el castigo terrible: cuando un ciego levanta la cabeza al cielo, si es de día tiene sobre sus ojos la luz del sol, y no por esto deja de estar ciego ni de decir que no ve nada, porque la claridad del sol de nada le sirve. Así el pecador, está privado de Dios. Por mucho que se haga el valiente y el despreocupado, por mucho que a los ojos del mundo parezca grande y poderoso, o le crean feliz por ser rico, no hay en él más que locura y miseria.
Así como Dios aborrece el pecado porque se ama a sí mismo, así el amor de Dios debe ser el principio y causa del odio que nosotros debemos concebir contra la culpa. Si se aborrece el pecado por el mal que nos ha reportado en los bienes, en la salud, en la honra entonces se aborrece por amor a uno mismo. Es preciso tener aversión al pecado sólo por amor a Dios. El amor exige que sintáis los pecados ajenos como los siente Dios: que escuchar una blasfemia os hunda, que ver algo inmoral os ruborice, que el desprecio a un pobre os humille, que la mentira os queme los labios…
Jaime Solá Grané