Después de la resurrección, siempre que Jesús se aparecía a sus discípulos, deseaba que la paz estuviese con ellos. Pero, ¿qué paz les deseaba? Es la paz de la conciencia que nada nos reprende cuando estamos reconciliados con Dios. Es el fruto de su muerte y resurrección. Pues esta paz es la misma que Dios nos da cuando hemos recibido la absolución de nuestros pecados, perdonados en virtud del sacramento de la Confesión.
Hoy día que tanta comprensión mostramos con las recaídas, es preciso meditar que la recaída en el pecado es en primer lugar una ingratitud. Nos olvidamos del beneficio recibido, para volver a ofender a Dios con más temeridad y descaro. Después es perfidia porque quebrantamos la alianza hecha con Jesús en la santa Confesión. Volvemos a ser su “enemigo”. Y por último la recaída significa menosprecio a la gracia que Dios nos ha dado y al perdón concedido. Sólo el demonio se alegra de nuestras recaídas.
El remedio está en el ejercicio de buenas obras. Cuantas más obras buenas hagamos tanto más nos amará Dios tantas más gracias nos franqueará .Porque amar es querer bien. Cuando una alma es muy querida de Dios por su gran fervor en practicar toda suerte de buenas obras, por la oración, el ayuno, la limosna, la huida del mundo y todo lo que puede llevar al pecado, el Señor la fortifica contra los ataques y asaltos de sus enemigos, y saca victoria de todas las tentaciones. Cuando Dios os inspire que hagáis una buena obra, no penséis que no es obligatoria y que podéis omitirla. En la correspondencia a las buenas obras está el secreto de la perseverancia.