Gemimos hace ya mucho tiempo bajo los azotes que nos hieren, y hay buenos motivos para temer otros mayores. Todos se apenan por ello, muchos se indignan y, lo que es peor, prorrumpen en amargas quejas. Mas, por desgracia, raros son los que conocen su verdadera causa y trabajan para poner el remedio necesario.
¡Entendámoslo bien, cristianos!
La verdadera causa de todos los males es el pecado. El pecado hace infelices a los pueblos. El hombre se atreve a ofender y ultrajar a Dios y Dios ofendido y ultrajado por el hombre, lo castiga, lo corrige. Así nos lo enseña la razón, así lo enseña la fe. Solo el necio puede ponerlo en duda.
¿Queremos, pues, alejar los males que nos afligen y guardarnos de los que nos amenazan? Alejemos su causa, el pecado: reconciliémonos con Dios, aplaquemos su ira, demos satisfacción a su justicia.
Dios, rico en misericordia, por la excesiva caridad con que nos ama, nos da en Jesucristo, su Hijo, un medio fácil y seguro para nuestra reconciliación. Este medio costó a Jesucristo toda su sangre, a nosotros sólo nos cuesta la buena voluntad de aprovecharnos de ella; se encuentra en la confesión sacramental. Así nos la asegura la fe y, animados por ella, durante todos los siglos de la Iglesia, siempre se han aprovechado de ella los fieles de todo el mundo y han sacado grandes ventajas.
Pero, ¡oh Dios mío! Cuántos infelices pecadores no se aprovechan de este medio fácil y, en lugar de reconciliarse con Dios, le ofenden y provocan más su justicia a castigos cada vez mayores, a los que seguirán otros muchos más espantosos por toda la eternidad en el infierno.
Cristianos, ¿cómo podremos mirar con indiferencia la ruina de tantos hermanos nuestros y dejar que se encienda cada vez más la ira de Dios y aumentar día a día los castigos, incluso temporales, contra ellos y contra todos nosotros?
ESTE TEXTO no es nuestro. Fue escrito al principio del año 1860 por san Juan Bosco. A las tribulaciones y azotes aludidos por el Santo, sucedieron terribles castigos, entre ellos las dos horrorosas guerras mundiales. Porque la gente quiso seguir viviendo no sólo al margen de Dios, sino en contra de Dios. Lo mismo que hoy. ¿Qué podemos esperar?
Jaime Solá Grané