Escribe el P. Lemoyne en las Memorias Biográficas de san Juan Bosco:
“Don Bosco llevaba fija en la mente la idea de la espantosa e incomprensible eternidad de los condenados; la justicia de Dios que no mudará jamás, ni suavizará la sentencia dada; el fuego en que arden y que nunca se extingue; el gusano que los roe y nunca muere; la muerte que a gritos invocan los infelices y no llega a poner término a sus tormentos.
Al mismo tiempo contemplaba al Redentor en la cruz, bañado en sangre, muriendo por la salvación de los pecadores, y el sacramento de la penitencia, fruto de su Pasión, medio descubierto por su misericordia infinita para facilitar la conversión de los que de otro modo se perderían. Observaba también que los mayores pecadores son aquellos en los cuales infunde el Señor más abundantemente sus gracias, siempre y cuando no se opongan a ellas voluntariamente, como le sucedió a san Agustín y a otros muchos.
Plenamente convencido de estos pensamientos, temblaba por la suerte desdichada que tal vez encontrarán muchos jovencitos; preveía sus combates espirituales, causa frecuente de tristes derrotas, sentía en sí mismo el poder inefable de perdonar los pecados; estaba seguro que por su mediación no pocos habían llegado al puerto de la eterna salvación. Además amaba apasionadamente a las almas para conducirlas a Jesucristo”.