Hace pocos días murió a sus 96 años la fundadora de una importante Orden religiosa. Lloraba, al comunicarme la noticia, una de sus hijas. Y recordé aquella sentencia tan acertada de que sólo se llora por los muertos que se han amado. Recordé haber leído la aflicción que invadió a Don Bosco cuando murió su director espiritual, José Cafasso. Arrodillado junto a la cama del santo difunto lloraba a lágrima viva.
El creyente tiene claro lo que dijo Jesús, que su muerte era “volver al Padre” (Jn8, 21) Pero aunque los santos se muestren alegres ante la proximidad de la muerte, los allegados difícilmente pueden entonar un TE DEUM, en vez de las tristes estrofas de un REQUIEM. ¡Cuánto pesa la humanidad! El espíritu dice: “Alégrate porque ya ha entrado a la vida eterna” Jesús dijo “mi reino no es de este mundo; Yo solo he venido para salvarlo”. Luego, a la muerte de un santo, al dejar el mundo, la alegría debería invadir a todas las religiosas profesas de la Orden. Pero, ¡si hasta la Virgen María y las Santas Mujeres lloraban al `pie de la Cruz! Dios nos ha dado un cuerpo, con todos los sentimientos y afectos, para que expresen incluso con lágrimas el pesar de perder una persona amada.
Llorad en buena hora por la muerte de vuestra fundadora. Vivimos en la Tierra, lugar de dolor. La vida aquí se contrae al “Stabat mater dolorosa…” mientras vivimos, y al “Requiem…” cuando fallecemos.
Jaime Solá Grané