El hombre de bien no se espantará cuando esté próximo a morir. Su alma casi a nada tiene apego, está ya como desprendida de su cuerpo mortal. Cuanto más habrá domado sus pasiones, tanto más lazos habrá roto. El uso de la penitencia ya le ha como desacostumbrado de su cuerpo y de sus sentidos. Cuando verá llegar la muerte, de buena gana le tenderá los brazos, y le mostrará él mismo el paraje en que debe descargar el último golpe. “Muerte, le dirá, no eres cruel e inexorable. No me quitas ninguno de los bienes que amo, sino que me librarás de este cuerpo mortal. Te quedo muy agradecido. ¡Hace ya tantos años que yo mismo procuraba desprenderme de él y librarme de su pesada carga! No frustras mis deseos sino que los cumples. No interrumpes mi obra sin o que le das la última mano. Acaba y vuélveme pronto a mi Dueño”.