“Espíritus fuertes, que os complacéis de llamar a todo lo que es eterno “una locura inventada” para espantar; aguardo el momento de vuestra muerte, talentos ilustrados que ahora alegáis mil razones para dudar de todo, para negarlo todo, y tenéis mil medios para atraer a muchísimas personas a vuestra incredulidad. Seguid quitando al pueblo el temor de Dios. Mientras podáis, despreciad la muerte que os esforzáis a no temer. Despreciad el juicio en que no creéis y el infierno que es a vuestros ojos una pura ficción. En la hora de la muerte es donde os aguardo para que ratifiquéis vuestro modo de pensar, para experimentar vuestros sentimientos y para ser testigo de vuestra confusión”.
Sé que hay desgraciado que llevan hasta el sepulcro su incredulidad, y que aun sobre el lecho de muerte dan pruebas de su reprobación. Son unos desgraciados que, sin temblar, se precipitan en las manos de un Juez eterno. Tan endurecidos que, cuando están sufriendo los dolores más agudos, todavía reúnen la poca fuerza que les queda para blasfemar del cielo, insultar al Autor de la naturaleza, y que mueren maldiciendo sus días, que siempre fueron señalados por nuevos crímenes.
Dejemos de lado esos vasos de maldición, objeto de la cólera de Dios y fijémonos en los cristianos que, en sus últimos momentos, aguardan temblando la decisión de su suerte eterna. La turbación que experimentan es un efecto de su creencia y de su firme persuasión de que es cierto el porvenir, funesto el pecado cometido, y que su vida es culpable. Han vivido ocupados en los bienes de la tierra y bajo el yugo de las pasiones. En el tumulto del mundo se hubiera podido sospechar que se había extinguido su fe, y que no conocían más que una vida del todo sensual; pero al morir se renueva su fe y causa turbaciones en la conciencia adecuadas para convertir al pecador. Desgraciadamente, por lo que hace a la mayor parte, no es ésa sino una fe que embarga y oprime, parecida a la de los demonios y de los réprobos, y que no ocasiona sino espanto en vez de enmienda…Lo que parece increíble , es que sabiendo el cristiano, a no dudarlo, que en la hora de la muerte pensará de otro modo, no procura, a pesar de eso, durante su vida pensar como desearía entonces haber pensado.