Cuando se nos relatan tantas muertes que nos parecen, según todas las reglas de verosimilitud, no solamente súbitas e imprevistas, nos sobrecogemos de terror si se han descargado sus golpes sobre pecadores escandalosos, y sin querer juzgar, no dudamos que entonces se ha verificado al pie de la letra la amenaza del Hijo de Dios: “Morirás en pecado”. Pero al mismo tiempo uno se consuela con la idea de que aquellos son accidentes extraordinarios; y por frecuentes que puedan ser, no dejan de debilitarse así las saludables impresiones que deberían hacer en los corazones.
Os engañáis: aquellos géneros de muerte no son ni tan raros ni tan singulares como queréis persuadiros, y sostengo que, en lo tocante a la salvación, nada hay tan común como una muerte repentina. Llamo, con san Agustín, muerte súbita e imprevista a aquella en que el pecador cae de improviso en un estado que le hace para siempre incapaz de conversión y de penitencia.
¿Qué habéis dicho? Repetid lo que acabáis de decir: “Comamos y bebamos, pues tal vez mañana moriremos”. No me habéis seducido. Me habéis horrorizado. Sí, con estas últimas palabras, muy lejos de hacerme adoptar vuestro modo de pensar, me lo hacéis desechar. Habéis dicho: “Mañana moriremos” y antes de todo “comamos y bebamos”, cuando el argumento debería ser conforme a las reglas del buen sentido: “Ayunemos y oremos, pues moriremos mañana”. Deberíamos haber dicho: “Oremos, hagamos buenas obras, porque mañana moriremos”. Se cuenta de una joven entregada al mundo, que estando en la mesa, le anunciaron la súbita muerte de una de sus íntimas amigas, una amiga de su infancia que era compañera suya de todos los placeres. Esta noticia fue para ella como si a sus pies hubiera caído un rayo. Se cubre el rostro con las manos… Parece que está conmovida. Pero, apenas pasaron unos minutos, se levantó de repente y exclamó: “Gocemos pronto, ya, puesto que la vida es tan corta”. La Escritura pone en boca del insensato “Coronémonos de rosas antes de que estén marchitas”.