Madre de Dios de la Paz (Ronda).
Ss: Francisco de Sales, ob. y dr; Feliciano, ob. y mr; Babilas, Exuperancio y Filón, obs; Pausirión y Teodoción, Mardonio, Musonio, Eugenio, Metelo, Tirso, Pricio, Proyecto, mrs; Saurano, ab; Zósimo, er; Urbano, Prilidiano y Epolonio, mrs; Sabiniano, Artemio, obs, Bertrán, ob; Zamas, ob; Macedonio solit; Efrén, ob; Eusebia, v; Cadoc; Zósimo Cilix, ob.
Introito
María da su consentimiento a la elección de Dios, para ser la Madre de su Hijo por obra del Espíritu Santo. Puede decirse que este consentimiento suyo para la maternidad es sobre todo fruto de la donación total a Dios en la virginidad. María aceptó la elección para Madre del Hijo de Dios, guiada por el amor esponsal, que consagra totalmente una persona humana a Dios. En virtud de este amor, María deseaba estar siempre y en todo entregada a Dios, viviendo la virginidad. Las palabras «he aquí la esclava del Señor», expresan el hecho de que desde el principio ella acogió y entendió la propia maternidad como donación total de sí, de su persona, al servicio de los designios salvíficos del Altísimo. Y toda su participación materna en la vida de Jesucristo, su Hijo, la vivió hasta el final de acuerdo con su vocación a la virginidad (Juan Pablo JI).
Meditación: ASÍ FUE LA CONVERSIÓN DE S. AGUSTÍN
Recibió Agustín la visita de un compatriota, un tal Pontiniano, que era cristiano, elevado funcionario de palacio.
Agustín estaba solo en casa, con su amigo Alypio. Tomaron asiento para hablar, y, por casualidad, los ojos del visitante vieron las Epístolas de San Pablo puestas sobre la mesa. De aquí arrancó la conversación. Pontiniano, que era cristiano, ponderaba el ascetismo y, en particular, los prodigios de santidad de San Antonio y de sus compañeros en los desiertos de Egipto. Era un tema de actualidad. En Roma, en las re uniones o círculos católicos, no se hablaba más que de los solitarios egipcios, y también del número, cada vez mayor, de los que se despojaban de sus bienes para vivir en un renunciamiento absoluto. ¿Para qué guardar estos bienes si la avaricia del fisco tenía tanta prisa en confiscados y los bárbaros ya los miraban de lejos? Aquellos bárbaros, que descendían de la Germanía, se apoderarían de ellos, tarde o temprano. Y, aun suponiendo que pudieran salvarse, para gozar de ellos siempre a precario, ¿merecía la pena de ser vivida tal vida? No había ninguna esperanza para el imperio y el tiempo de la desolación estaba cerca.
Pontiniano, al ver el efecto de sus palabras sobre los oyentes, les refirió un ejemplo muy íntimo. Se encontraba en Tréveris, a donde había ido siguiendo a la corte imperial. Un día, en que el emperador había ido al circo, se paseaba él, por la tarde, por los alrededores de la ciudad, con tres de sus amigos, que, como él, eran empleados del palacio. Dos de ellos se habían separado de los demás, y, errantes por los campos, encontraron una cabaña habitada por algunos solitarios. Entraron en ella y vieron un libro: la Vida de San Antonio. La leyeron y fue para ellos la conversión relámpago, instantánea. Resueltos a juntarse con aquellos solitarios desde aquel momento, los dos cortesanos no aparecieron más por palacio. ¡Y esto que ambos estaban prometidos! El tono de Pontiniano al relatar este drama de conciencia, del cual había sido testigo, manifestaba una singular emoción, que se comunicaba a Agustín. Las palabras del visitante repercutían en él como golpes de ariete. Se veía a sí mismo en los dos cortesanos de Tréveris. También él estaba cansado del mun do; también él estaba prometido. ¿Haría lo que el emperador y permanecería en el circo, en medio de la vanidad de los placeres, mientras los demás se volvían hacia la verdadera felicidad?
Cuando Pontiniano se retiró. Agustín sentía una turbación indecible. El alma arrepentida de los dos cortesanos había penetrado dentro de la suya. Su voluntad se alzaba dolorosamente contra sí misma y se torturaba. De repente, coge bruscamente el brazo de Alypio y le dice, con una exaltación extraordinaria: «¿Qué hacemos? Sí, ¿qué hacemos nosotros? ¿No lo has oído? ¡Los ignorantes se levantan y arrebatan el cielo, y nosotros, con nuestras doctrinas sin corazón, nos revolcamos sobre la carne y la sangre!»
Alypio le miraba con estupor: «Es que, en efecto -dice el Santo-, mi acento tenía algo de insólito. Mi frente, mis mejillas, mis ojos, mi color, la alteración de mi voz expresaban lo que pasaba en mí, mucho mejor que mis palabras». Si él pre sentía, con esta emoción del corazón, la inminencia de un acercamiento celestial, en aquel momento no sentía sino unas violentas ganas de llorar con más libertad. Bajó al jardín. Alypio le siguió de lejos inquieto, y sentóse a su lado, en el banco donde se había detenido. Agustín ni siquiera advirtió la presencia de su amigo. Comenzaba de nuevo su agonía interior. Todas sus faltas pasadas se presentaron a su espíritu y, al sentir que todavía estaba pegado a ellas, se indignaba contra su cobarde debilidad. ¡Arrancarse de todas estas vile zas! ¡Acabar con ellas de una vez…! Se levantó de repente. Fue como un viento de tempestad que pasaba sobre él. Co rrió hacia el fondo del jardín, cayó de rodillas bajo una hi guera, y, rostro en tierra, prorrumpió en sollozos. Como el olivo de Jerusalén cubrió aquella suprema agonía del divino Maestro, la higuera de Milán vio caer sobre sus raíces como un sudor de sangre. Agustín, zarandeado por la gracia, que victoriosamente le oprimía, gemía: «¿Hasta cuándo, hasta cuándo…? ¿Mañana? ¿Mañana…? ¿Por qué no en seguida?
¿Por qué no he de salir de mi vergüenza desde este momento…?»
En aquel mismo instante una voz infantil, que salía de la casa vecina, se puso a repetir cadenciosamente: «¡Toma y lee!
¡Toma y lee!» Agustín se estremeció: ¿qué significaba aquel adagio o estribillo? ¿Era una cantilena que solían cantar los niños pequeños o las niñas del país? Él no la recordaba, nunca la había oído… Inmediatamente, como por orden divina, se levantó de tierra, corrió al lugar donde estaba sentado Alypio y donde había dejado las Epístolas de San Pablo. Abrió el libro, y el primer versículo que se ofreció a sus ojos fue éste: «Revestíos del Señor Jesucristo y no busquéis contentar los deseos de la carne». La carne… ¡El versículo sagrado le tocaba directamente a él, a Agustín, todavía tan carnal! Este mandamiento era la respuesta de lo alto…
«Señaló con el dedo el pasaje y cerró el libro. Sus angustias habían terminado. Una gran paz le inundaba. Todo había acabado. Con rostro tranquilo explicó a Alypio lo que le había ocurrido, y, sin tardar más, entró en la habitación de su madre, para decirle lo mismo. La santa no quedó sorprendida. Desde hacía mucho tiempo, sabía aquello que dice: «Allí donde estoy yo, estarás tú». Pero dejaba que estallase su júbilo. Su misión había terminado. Podía cantar su himno de acción de gracias y entrar en la paz del Señor».
Oración
No sea perezosa nuestra lengua en decir y publicar por todas partes cuánta es la gloria de la Madre de Dios, de aquella tan singular criatura que siendo madre es juntamente, virgen. Ni el alba de la mañana, Señora, ni las fuentes cristalinas que alegran los prados, ni la azucena de los jardines, ni el manto estrellado de la noche serena, ni los fuertes clarísimos resplandores del sol, pueden compararse a vuestra pureza. Alumbra, Señora, las tinieblas de mi corazón, envía sobre mí un rayo de amor que me mueva a contrición, un rayo de amor que me desprenda de este mundo, y un rayo de amor que me levante y me junte al fruto de vuestras entrañas benditísimo sobre toda bendición. A ti, Puerta de Oriente, daré alabanza todos los días, porque a nadie después de Dios, es debida sino a ti; a ti daré gloria, puesto que Dios mismo se recrea, glorificándote; a ti sola llamaré bienaventurada, porque sólo a ti las generaciones todas deben este nombre… Oh Madre de Dios purísima, gloria de los ángeles, salud de los hombres, honra de nuestro linaje, en tus manos están las gracias todas y las llaves de todos los tesoros (José el Himnógrafo).