¿No es cosa de admirar que entre las súplicas que dirigimos a Dios, una de las primeras y de las más importantes sea que llegue a nosotros su reino, y que al mismo tiempo, por una visible contradicción, deseemos con tanto ardor que se retarde, cuanto sea posible, que venga a nosotros aquel reino? ¿No es extraño que debiendo ser para nosotros aquel reino de Dios el sumo bien, temamos que se nos acerque como si fuese el mayor de todos los males?
“Nosotros, dice san Bernardo, a quienes la muerte debe procurar la eterna dicha de contemplar al mismo Dios, nosotros a quienes debe ella revelar la gloria de Dios, nosotros a quienes debe ella descubrir aquel objeto de beatitud que el ojo jamás ha visto, y que el corazón del hombre nunca ha comprendido, nosotros nos consternamos a la sola idea de la muerte, y temblamos al menor peligro de acercarnos a ella”.