Una vez que Don Bosco emprendía una obra de religión o de caridad ya no la abandonaba, aunque careciera de los medios requeridos por la prudencia humana, frente a cualquier dificultad y contratiempo. Repetía alegre y tranquilo: “Dios es un buen padre, que provee a los pájaros del aire, y ciertamente no dejará de proveer a las necesidades de esta obra.
Una noche contaba a los alumnos que habían rezado por una necesidad apremiante. “Me había encaminado para buscar fortuna. Yo sabía que en la parroquia de los Mártires vivía una señora acaudalada y sin familia, que no quería saber nada de obras de beneficencia. Como me hallaba en grandes apuros fui a preguntar al párroco si no llevaría mal que me presentase en casa de aquella feligresa suya para pedirle algún socorro. Me contestó: Vaya, vaya; será usted muy afortunado si logra sacarle algo. Yo lo he intentado varias veces para las necesidades de la parroquia y nunca he obtenido ni un céntimo.
A pesar de todo quise intentarlo. Fui y la señora compadecida de mí y de vosotros, me dio diez mil liras. Al encontrarme después con el párroco y contarle lo que había obtenido, se quedó como quien ve visiones”.
Hacia el año 1862 tenía Don Bosco que pagar varias facturas al empresario de las obras y a los proveedores de madera, hierros, telas y demás materiales para los talleres. En tan apurado trance, mientras los muchachos estaban en clase, lleno de confianza en la divina Providencia, rogó al jefe de cocina Gaia y a otras piadosas personas de la Casa que fueran a la iglesia y rezaran el santo Rosario. Y salió de la casa en busca de socorros. Pero a los pocos pasos del Oratorio encontró en la avenida que se extiende a lo largo del manicomio, a una persona desconocida que le entregó un envoltorio sellado y le dijo: “¡Para sus obras!” y sin añadir palabra se marchó. Don Bosco abrió el paquete y se encontró siete mil liras. Dando gracias a la amabilísima Providencia de Dios, lleno de alegría, se volvió a casa.
Jaime Solá Grané