¡Madre de Dios! ¡Qué título más inefable! La gracia de la divina maternidad es la llave que abre a la débil investigación humana las grandes riquezas del Corazón de María. Viene a ser como un desafío que exige para Ella la más sumisa reverencia de todas las criaturas. Sólo Ella, por su dignidad, trasciende los cielos y la tierra. Ninguna entre las criaturas visibles o invisibles puede compararse con Ella en excelencias. Ella es al mismo tiempo la esclava y la Madre de Dios; la Virgen y la Madre. Pero cuando la virgencita de Nazaret balbuceó su FIAT al mensaje del ángel y el Verbo se hizo carne en su seno, Ella fue no sólo la Madre de Dios en el orden físico de la naturaleza, sino también, en el sobrenatural de la gracia, se proclamó madre de todos los que, por medio del Espíritu Santo, constituirán un solo cuerpo con su divino Hijo por cabeza. La Madre de la Cabeza será también la Madre de los miembros. (RM “C’est avec une douce” 19-06-1947)
La divina maternidad, como principio, clave y centro de todos los privilegios de María, pues, como bien notaba nuestro gran predecesor, del dogma de la divina maternidad, como de fuente de oculto manantial, brotó la singular gracia de María y su dignidad, la mayor después de Dios (Pío XI encycl. Lux veritatis) (Rad. “Por un designio” 31-12-50)
¿No fue en Éfeso, tierra de Oriente, donde María recibió el reconocimiento oficial por la Iglesia de su maternidad divina, esa suprema prerrogativa que implica en su inefable riqueza el privilegio de la Inmaculada Concepción celebrado en este Año Mariano? Los Padres de la Iglesia oriental contribuyeron grandemente a ilustrar este doble y glorioso misterio, y es honor vuestro no haber cesado jamás de proclamar que la Madre de Dios fue, desde el primer instante, preservada del pecado original. (Ep. “Je me suis élevée” 18-10-54)
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