“Somos extranjeros y viajantes, dice la Escritura, nuestros días pasan como la sombra sobre la tierra en la que vivimos un momento”. Aunque esta vida tan corta estuviese llena de verdaderos bienes, sería una locura cobrar afición a ella, puesto que al fin ha de Acabarse, y no se goza realmente de aquello que algún día debe perderse. Pero desde que hay hombres, a través de los siglos se levanta un clamor general contra esta vida tan cargada de miserias y de dolores; ese grito se escucha por todas partes lo mismo en la casa del pobre que en el palacio de los reyes. ¿Y sin embargo, queremos vivir! Amamos la vida.
Si somos cristianos y tenemos fe, aspiremos a aquella otra vida que no va a tener fin. Bendigamos a la bondad divina que nos envía penas en el tiempo y nos reserva felicidad y alegría para la eternidad.
Cuenta san Juan Damasceno: “Había un país en que se observaba esta costumbre: de diez años en diez años se elegía un rey. Durante los diez años era dueño absoluto de todo lo que había en el Estado, pero pasados esos diez años , se le quitaba el cetro y la corona y era desterrado a una isla estéril y desierta donde moría miserable. Hubo uno que fue más sabio que los otros. Al subir al trono en vez de pensar en el reino no se ocupó sino de la isla que debía habitar después. En ella se hizo construir un palacio, cultivar tierras y transportar todo cuanto pudo reunir de más precioso”. He ahí lo que hace el cristiano prudente: piensa en el mundo futuro y envía él todo lo que hay de bueno en éste.