Unos Padres hablaban del mejor modo de prepararse a la muerte. Uno afirmaba que no conocía mejor preparación para aquel último trance que una sincera contrición. Otro, que era necesario prevenirse con los Sacramentos de la Iglesia. El tercero daba preferencia a la pura oración y a la unión con Dios. Un cuarto recomendaba implorar el auxilio de los Santos. El último aseguró que no deseaba para bien morir sino una completa conformidad a la voluntad divina. Razón tenía este último `porque es conformidad encierra todas las demás disposiciones. Ella hace que la contrición sea perfecta; prepara el alma para recibir la virtud de los Sacramentos; eleva y une el corazón a dios con más pureza y gana la benevolencia de los Santos. Pero el principal mérito del abandono de sí mismo a las manos de Dios consiste en su semejanza con el último acto por medio del cual Jesucristo, cabeza de los predestinados, consumó el gran sacrificio de la redención de los hombres, entregando su espíritu en manos del Padre.
El que asiste a un moribundo debe exhortarle, hecha una buena confesión, a olvidarse de sí mismo, no ocuparse de las penas que tenga merecidas ni del estado en que se hallará después de la muerte; que se abandone a Dios de todo corazón.