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JUAN, EL ENVIADO

JUAN, EL ENVIADO

Cada hombre, al venir al mundo, tiene una misión, algo así como un encargo. La misión de Juan, el Bautista, fue la de embajador acreditado de Dios, testigo oficial de la Luz, del Mesías. Porque, aunque parezca paradójico, Jesús necesitaba un testigo, una luz que le iluminase ya que venía con tanta humildad, revestido de hombre, que iba a ser difícil reconocerle. De ahí la misión de Juan: dar fe de Jesús como Cristo, el Mesías. Para que Jesús fuera creído, a pesar de que su vida y doctrina no iba a ser como la esperaban los judíos de su tiempo. Pero Juan no era la Luz esperada: lo aclaró porque el brillo de su austeridad era tanto que deslumbraba y podía confundir.

Y Juan dijo que era sólo una voz, una voz como símbolo de humillación. Soplo que se disipa, sonido fugaz, en contraposición a Jesús, Palabra eterna. Voz, no mera interiorización. Para que entendamos los cristianos que no basta ser católicos en nuestro interior, sino que debe ser reflejo, eco. Voz que clama y exige. Que grita en el desierto, ese desierto que es la tierra, infértil, tierra desolada. Pero también Desierto, tierra apta para la penitencia, para la purificación de los pecados. Desde Juan, el desierto será tierra para convertir los corazones, para cambiar de vida y para permanecer en unión con Dios. Desierto, en el Antiguo Testamento, maldición. A partir de Juan, bendición.

Viniendo de este desierto, se ve claro que el bautismo de Juan fuera de agua, para lavar los pecados con vistas al perdón de Dios. Era como el certificado del arrepentimiento del hombre que se presta al bautismo. Y era preparación del Bautismo de Cristo.

Jaime Solá Grané

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