Estamos en vísperas de comparecer delante de Dios… y permanecemos tranquilos en una vida indolente. Tocamos de cerca el término en que ya nada puede hacerse, tenemos la muerte al lado… y no nos apresuramos a alcanzar la santidad por la vía corta y breve de una vida fervorosa. ¿No es demostrar una grosera estupidez o una infidelidad consumada? Un criminal condenado a muerte a quien no se le diese más que un día para obtener su perdón, ¿hallaría horas y momentos que perder en ese día? ¿Buscaría frívolos entretenimientos que le ayudasen a pasar los preciosos momentos que se le concedieron para hacerse digno del perdón? Somos muy insensatos. Se ha pronunciado nuestra sentencia; nuestros crímenes hacen segura nuestra condenación; se nos concede un día para cambiar el rigor de nuestra sentencia eterna; y ese único día, ese día rápido, lo pasamos indolentemente en ocupaciones vanas, inútiles, pueriles, y ese día precioso nos es una carga que nos fastidia: buscamos como abreviarlo. Al fin, nos hacemos todavía más dignos de la condenación que ya habíamos merecido.
Cuando alguien muere sólo nos tranquiliza el pensar en las buenas obras que hizo. No hay un cristiano, a menos que se aun imbécil, un desesperado, que no se vea forzado en convenir que en aquel estado, en la puerta de la eternidad, de nada le sirve el haber cantado o bailado bien, el haber ganado batallas, reunido mucho oro, y haber hecho un papel brillante en el mundo. Se procura entonces averiguar, para consolarse de su muerte, si fue hombre de bien, temeroso de Dios, caritativo, y si poseyó estas virtudes, es lo que únicamente se le alaba.
La verdadera sabiduría consiste en juzgar de todo durante le vida como se hace al morir y, en este último momento, en que se trata de la eternidad, no se toma en consideración sino la virtud y todo lo humano es mirado como un nada. Es suma imprudencia fijarse, durante la vida, en lo que no causa sino aflicción y horror en la muerte.