Nada hay que sea de tanta consecuencia como el morir, nada más difícil como una buena muerte, sobre todo para aquel que no se prepara a ella durante la vida. ¿Hay cosa tan irreparable como una muerte desgraciada? Y sin embargo, ¿hay cosa para la cual se hagan menos preparativos que para una santa muerte?
Si se pensase que para bien morir no se necesitase más que recibir los últimos Sacramentos, que besar el Crucifijo, que derramar también algunas lágrimas, nuestra imprudencia sería tal vez menos intolerable. No siempre es difícil encontrar un celoso y hábil confesor que nos asista en aquel último peligro; pero ¡cuántos a quienes no faltó ninguno de aquellos socorros murieron, sin embargo, en pecado! Morir rodeado de sacerdotes y religiosos es una muerte edificante pero no quiere decir que sea una muerte santa. Hacer una buena muerte es morir después de haber borrado todos los desórdenes de su vida, es morir en estado de gracia, es morir lleno de viva fe, de una firme esperanza, de una ardiente caridad, es morir lleno de horror a todo cuanto el mundo ama, es morir en un amor de Dios que exceda a todo otro amor. Y todo esto, ¿tan fácil es para quien amó tan poco a Dios durante su vida, para quien la pasó casi toda sin pensar en bien morir?
Cosa extraña es que uno para ganar unas oposiciones que le garanticen un elevado oficio, emplee años enteros en prepararse, siendo como es cosa de poca importancia, y sin embargo, no emplee tiempo en prepararse a la muerte, siendo así que esta preparación exige todo el tiempo de la vida.