“El rico ha muerto, dice Jesús, y ha sido sepultado en el infierno” (Luc.16). Era rico y el Evangelio no le acusa de haber adquirido mal sus riquezas sino tan solo de haber sido duro con los pobres, como lo son casi todos los ricos, que tendrán por consiguiente igual suerte. Vestía con lujo como hacen los mundanos, su comida era espléndida como la de todos los ricos, pero esto no cuenta a la hora del juicio. Con todo está sufriendo crueles suplicios, tan eternos como Dios es eterno. No importa que en este mundo se haya construido una magnífica sepultura para su cuerpo porque su alma le aguarda con otra en el infierno. Lázaro, por el contrario, que pidió limosna toda su vida y estuvo cubierto de llagas gozará de la gloria eterna.
Temblad al oír cómo aquel rico condenado, desde el fondo del infierno, se lamenta que sufre cruelmente por las llamas, y pide una gota de agua para refrescar su lengua y no lo consigue.
Pensáis en la fuerza del fuego del infierno. Tomad ejemplo del fuego que arde en nuestros hogares que no se puede sufrir ni un momento y que se considera el peor de los suplicios. No es nada ese fuego comparado con el del infierno. Nuestros fuegos despiden alguna luz, mientras que el del infierno va siempre acompañado de tinieblas y sólo produce una triste claridad para descubrir horrorosos espectros. Nuestros fuegos pueden extinguirse y dejan de arder cuando se les apartan las materias combustibles. El del infierno nunca se extinguirá. Dios hará un milagro eterno para mantener su ardor. He ahí, el resultado de las riquezas. El rico que iba siempre bien vestido, está rodeado de llamas. Habitaba un gran piso, un palacio, una soberbia vivienda y en el infierno no tiene otra habitación que aquel mismo fuego.