¿Quién puede decir que no ha perdido nunca el tiempo? Se pierde haciendo el mal. El tiempo es vida; pero, ¿acaso se me ha dado y se me conserva para que ofenda a Dios? Oh Señor, ¿qué os responderé , cuando me recordéis tantos instantes que me traían una gracia vuestra y yo he correspondido con un pecado o una ingratitud?
También pierdo el tiempo cuando no hago nada. ¿De qué me servirá no ser condenado por el mal que he hecho, si se me condena por el bien que he dejado de hacer? Y ¿las veces que he perdido el tiempo no haciendo lo que se debe hacer? Vivo para servir a Dios y si no le sirvo no cumplo su voluntad.
Entonces, ¿qué debo hacer para emplear bien el tiempo? En primer lugar ser ordenado. El orden multiplica el tiempo. Sin una regla, sería víctima de la divagación del pensamiento; obedecería a mis caprichos y me vencería la inconstancia . Es preciso que en mi vida no quede vacío alguno. Para ello es necesario un plan en que esté todo previsto: que una cosa siga a otra. Es muy bueno recordar con frecuencia la brevedad de la vida. El pasado ya no es nuestro, el porvenir todavía tampoco, sin contar que es tan incierto que, mientras no llegue, nos es tan inútil como el pasado. En fin, el presente ¿qué tarda en ser pasado?
Hay en el día, dos momentos de excepcional importancia: el primero y el último. Un generoso ofrecimiento de sí mismo hecho por la mañana puede atraernos grandes bienes; el examen de conciencia, antes de acostarnos, puede servir para reparar muchas faltas.
Jaime Solá Grané