Un amigo ingresa esta semana en la cárcel. Otro pide ayuda porque pasa su familia una gran estrechez económica. Se lo cuento a una persona amiga de ambos. El tema le resbala totalmente. ¿Por qué? Está tan absorbido por un problema personal, tan ensimismado, que sigue con su dolorosa cantinela de quejas y argumentos, sin importarle en absoluto los problemas de los dos amigos. Parece que el hecho de que un amigo ingrese en la cárcel debería afectar a sus amigos. Parece que el hecho de que un amigo necesite ayuda para vivir debería afectar a sus amigos. Pues, no, Lo único que pretende la persona con quien hablo es que yo –y todos- participen de su problema. Como si fuera el único en el mundo. Y si yo no participo de su problema o no respondo como él quiere, ya dejaré de ser amigo suyo y quizá acabe odiándome.
Y mi amigo es cristiano, católico practicante. Pero está tan impregnado de su problema y de la aversión a la persona que se lo ha creado, que llega a decirme: “Espero que tú no le trates ni le ayudes… porque si no…”
Veo que a pesar de mi trato tan continuo con este amigo mío, no he sabido enseñarle que Jesús murió en la cruz perdonando. Que su problema no era el dolor que sentía ni el sufrimiento de su Madre al pie de la Cruz, sino la salvación de los enemigos que le crucificaban. La única alegría que tuvo Jesús en el Calvario fue la súbita conversión de Dimas, ladrón y seguramente asesino…
Jaime Solá Grané