Y sin embargo… no es habitual que bajen ángeles del Cielo, para anunciar que ha nacido el Salvador.
En los bosques de alrededor de Belén habitaban muchos animalillos, y ni los que velan de noche, ni los que andan por el día podían dormir aquella noche.
La liebre -la más veloz y curiosa de la familia del bosque había llegado con la noticia de que en Belén había nacido el Hijo de Dios y yacía en un establo. Aunque ella no lo había visto, acababa de oír el mensaje celestial, y sabía que los pastores se apresuraban a ir al pesebre con ofrendas.
El asunto era lo bastante importante como para convocar una asamblea animal en un claro del bosque y sin saber por qué, allá se encontraron casi todos.
Pinzones, gorriones, jilgueros, verderones, lúganos y verdecillos.
Las ardillas, los conejos, los lirones.
El zorro, el lobo, la comadreja, la geneta, los halcones, los búhos, y todas las aves rapaces se habían amansado y no asustaban a nadie.
La liebre tomó la palabra y tras explicar de nuevo todo lo que había visto y oído, propuso un plan que fue bien recibido.
Se trataba de ir a la Cueva a venerar al Niño y llevarle algún obsequio por no ser menos que los pastores.
«¡Os quiero a todos a punto, dentro de medio hora, aquí!» -ordenó la liebre-. La «tropa» se puso al instante en movimiento, con una actividad frenética que duró un largo rato.
Las primeras en terminar fueron las ardillas que llegaron cargadas de avellanas.
Las urracas trajeron almendras.
El lobo y el zorro aportaron un montón de ramaje para atizar el fuego que S. José seguramente tendría encendido en el Establo.
Todos iban llegando; cada cual con su ofrenda.
Allí había de todo: piñas, miel, frutos variados, y hierbas aromáticas de todo tipo… Y el que no tenía otra cosa, llevaba pellones de lana de los que las ovejas dejaban enganchados por los arbustos y zarzamoras.
La liebre pasó revista y lo halló todo correcto, si bien increpó a una pareja de tórtolas que no traían nada consigo:
«¡Eh vosotras! ¿Con tanto rato no habéis sido capaces de encontrar algo?»
Las tórtolas sonrieron -como deben de hacerlo y que nosotros ignoramos- pero no dijeron ni pío.
La liebre continuó increpándolas, hasta que ya cansada, las dejó por imposibles. «¡Ellas se lo han buscado! ¡Van a hacer un ridículo…!», pensó. Y, como la comitiva ya se había puesto en marcha, bastante tenía con la siguiente tarea en que ocuparse.
Belén se divisaba ya en la lejanía, y parecía que se fuera acercando a medida que avanzaba aquella procesión informal, aunque en absoluto improvisada. Era bonito mirarla y tan insólita que, si la buena Nueva del nacimiento del Mesías no hubiese sido tan importante, hubieran hablado de ella todos los diarios, aquellos días.
Una vez en la Cueva, la liebre tomó nuevamente la iniciativa y organizó aquel ofertorio sencillo, pobrecito, pero de lo más simpático.
Ordenadamente, iban depositando a los pies de la Virgen María, los saquitos, etc. Cada uno saludaba al Niño a su manera, aplicando todo su ingenio y posibilidades.
Cuando ya casi se acababa la ofrenda, la liebre -cada vez más satisfecha percibiendo la bondad de los rostros de María y de José, emocionados y complacidos-, se acordó entonces de la pareja de tórtolas, y la cara se le apagó. Los buscó con la mirada y los vio al final de la cola… «Me lo imaginaba -se dijo-, se sienten avergonzados. Pero, que se apañen, ¡es su problema!».
La fila se terminaba. Las tórtolas, con «cara de circunstancias», se iban acercando a la Sagrada Familia.
La liebre, preocupada ¡no les quitaba el ojo de encima! Por fin, les llegó el turno; y las tórtolas no se acercaron a la Virgen María, sino que con un corto y preciso vuelo se posa ron sobre la cabecera de la cuna donde dormía el Niño, y con una impresionante decisión y gran rapidez, empezaron a dar se picotazos en el pecho hasta arrancarse todo el plumaje, suave y sedoso de sus pecheras.
Antes de que nadie pudiese reaccionar, junto a la cabecita de Jesús, había una buena montaña de plumón suficiente como para hacer una almohadita para la cabeza del Niño.
Así lo entendió María, ya que aquella pareja, medio desplumada, le acababa de insinuar, con una mirada, el porqué de su acción.
Todos estaba emocionados, las tórtolas, despojadas, bajaron a reunirse con los demás animales y como si luciesen un plumaje más bonito que nunca, quedaron serenas en medio de sus colegas del bosque.
Entonces, la Virgen, después de mirar a su Hijito y a S. José, se dirigió a los animalitos y les dijo más o menos:
«El Dios del Universo, que os ha amado siempre, porque ama todo lo que Él ha creado, en esta Santa Noche os agradece todo el bien que habéis querido hacer para adorarlo en la persona de su Hijo hecho Hombre. Todo lo que habéis traído es de agradecer, y yo, en su nombre, os doy las gracias. Sé que a Jesús todo le gustará, pero os tengo que decir una cosa: sabed que la ofrenda de las tórtolas -sin desmerecer de las de más- ha sido la más bonita, puesto que ellas no han dado de lo que tenían, sino que, de alguna manera, se han dado ellas mismas.
Con el tiempo, la Historia explicará que, entre los seguidores de Jesús, aquellos que más le gustaron fueron los que, por amor a Él, no sólo dieron sus cosas, sino que se dieron a sí mismos, tal como Jesús se lo enseñó.»
La liebre se secó una lágrima y acercándose a las tórtolas, les sonrió y las acompañó todo el camino de regreso hacia el bosque con un silencio muy expresivo.