La muerte, mirada en su fúnebre aparato, y en medio del llanto de una familia desolada, parece sin duda el objeto más terrible y doloroso; pero no sucede así con la muerte considerada en la esperanza de poseer a Dios y en el seno de los consuelos de la Religión. ¡Cuánta satisfacción experimenta un cristiano cuando oye que la misma Iglesia le dice: “Parte, alma cristiana”! Se considera entonces como el encargado de parte de todos los fieles, para ir a gozar de Dios, habitar con los elegidos, y embriagarse de la misma verdad. Cualquiera que muera separado de la Iglesia, muere realmente en una separación universal; pero el católico, lleno de fe, muere recibiendo a su Dios, precedido, acompañado y seguido de oraciones y de gemidos que suben hasta el trono del Eterno. No se dirige hacia una región desértica, sino que va a vivir con los Ángeles y los Santos que componen la celeste Jerusalén.
Podemos asegurar que solo la religión católica procura consuelos eficaces y sólidos a los moribundos. Ella sola toma interés en nuestras enfermedades, nos sostiene en nuestras agonías y ruega por nosotros después de nuestra muerte. Casi todas las sectas dejan para siempre olvidadas las personas luego que han muerto .La verdadera Iglesia cada día ofrece sacrificios para los difuntos, celebra el aniversario de su defunción y los recuerda continuamente a nuestra memoria, de modo que, aun cuando nuestras oraciones para los difuntos no fueran un deber de religión, serían a lo menos una prueba de humanidad.
El pagano se desespera al morir; el estoico ríe; pero el verdadero cristiano se somete.
Cada uno puede decir: “Me despojaré de un cuerpo a quien quiero pero quedaré revestido de una luz mucho más brillante que las estrellas. Me separaré de mis amigos, pero iré a encontrar los espíritus bienaventurados que me aguardan; ya no seré un hombre de carne; vendré a ser un ángel; dejaré mis huesos en la tierra para que se pudran pero vendrá un día en que florecerán de nuevo, y Dios los llenará del esplendor de su gloria. Dejaré mis parientes, mis bienes pero millones de hombres porque desde los cuatro ángulos de la tierra ofrecerán oraciones para acelerar mi descanso”
En el Cielo hay muchas moradas y si se tiene la desgracia de no ser admitido en las primeras queda siempre la esperanza de serlo en las otras. Sabemos que Dios en todo tiempo perdona al pecador que vuelve a Él aun cuando sus pecados sean más numerosos que las estrellas; sabemos que Jesucristo vino para salvar a los pecadores y que cualquiera que muy sinceramente espere en Él y haga penitencia, nunca morirá.
No creo que pueda experimentarse una satisfacción mayor que la de mirar con los ojos de la fe a una persona que acaba de morir. Se la ve entonces en un sencillo ataúd, que ya nada tiene de la loca magnificencia del siglo, que es insensible al atavío, a las lisonjas, a las burlas, a las riquezas, a los honores, a las revoluciones de los tiempos; se la ve despojada de todas pompa mundana, expiar en un silencio, que todas las tempestades serían incapaces de interrumpir, el abuso que hizo de los sentidos;; se la ve pronta a desaparecer para siempre de entre los vivos y sepultarse en el seno del reposo; se la ve, muerta como está, marcada con un sello de inmortalidad que un día debe reanimarla en su tumba; se la ve, en fin, que nada tiene de común con los malos, de que desgraciadamente está lleno el mundo.
José Mª Geramb