El muchacho de unos veinte años estaba de pie frente de su madre, viuda- El chico gritaba con ojos rabiosos que parecían salirse de sus cuencas.
-. ¡Maldita mujer! ¿Por qué no me abortaste? ¿Por qué no te tomaste la píldora para que yo no naciera y tú podías gozar del sexo? ¡Egoísta!. Querías un niño, un juguete. Para tu gusto, para satisfacerte. Ya ves ahora lo que soy. ¡Maldita seas!
Le dio un empujón y la mujer cayó al suelo.
-. Denúnciame si quieres.
Ninguna lágrima asomó en los ojos de la madre. Porque era cierto que el hijo que ahora la maldecía había sido un juguete primero, una distracción después y ahora, sin trabajo y sin ningún horizonte, ahora era su verdugo.
Esta escena que puede parecer irreal se produce a diario, quizá con menos violencia pero con igual odio.
Un católico que ayuda a matrimonios en crisis definió el matrimonio como un compuesto de amor y sexo. Y puede que así sea cuando vemos familias con numerosos hijos. Son familias aparentemente felices. Pero la realidad, que muchas veces está encubierta, es que el matrimonio es la suma de egoísmos. Y los hijos son también egoísmo, aunque con nuestra hipocresía, queramos revestirnos de abnegación y sacrificio. Por desgracia, los hijos se tienen para gozar de ellos cuando son pequeños, con la esperanza, no menos egoísta de que sean nuestro apoyo en la vejez.
Es precisamente esta actitud la que tiene por consecuencia la escena que hemos descrito al principio. Los frutos del egoísmo siempre son malos.
Jaime Solá Grané