Pecador, Dios te espera, pero tú no haces caso. Añades pecados a pecados, adulterios a adulterios, cohechos a la avaricia, murmuraciones a los juicios temerarios, perjurios a las mentiras, blasfemias a los juramentos… Por tu impenitencia y por la dureza de tu corazón amontonas un tesoro de cólera para el día de la ira y de la manifestación del Señor. Tú, solo tú, eres la causa de tu mal y de tu pérdida. Dios ha hecho todo lo que debía para tu salvación, te concedió la gracia de conocerle, te ha enseñado a discernir el bien del mal, te ha manifestado las riquezas de su bondad para atraerte y también te ha amenazado con el rigor de sus juicios para obligarte a convertirte. Solo a ti se debe tu perseverancia en la impenitencia.
Su misericordia nos llama. No desconfiemos jamás de ella. Por estragada que haya sido nuestra vida. La bondad de Dios excede infinitamente a toda la malicia de los hombres. Pero no abusemos de ella. Porque la misericordia de Dios es para los que le temen, no para los que le menosprecian. Y se corresponde a la misericordia con la penitencia. Hagamos penitencia sin esperar. Esperar sin hacer penitencia es la presunción de los libertinos. Por el contrario, hacer penitencia y esperar es el consuelo de los pecadores verdaderamente convertidos.
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