El hombre de HOY sólo piensa en el dolor de HOY. Quiere evitarlo como sea. Cuando se convence de que en esta tierra no se disfruta de amor o de dinero o de amistades que le entretengan etc… y le entra la angustia, la depresión o cualquier dolor, piensa en la muerte como solución. Así lo plantean los que defienden la eutanasia. Morir es dejar de sufrir.
Y ¡cuán errado va en esta apreciación diabólica! Sabe pero no quiere creer y menos pensar que entra con la muerte precisamente en una eternidad de dolor. La verdad es que el hombre que quiere morir porque no aguanta un dolor terreno, y anhela el aniquilamiento con la muerte, se va a encontrar con un dolor infinitamente superior y para siempre. Esta verdad hoy nadie la quiere pronunciar y menos escribir. Es tan terrible que da miedo incluso el manifestarla. Pero, ¿desde cuándo la cobardía es una virtud?
La eternidad es incomprensible. Nos la podemos representar pero en sí , al ser una perfección divina, nuestro espíritu no la puede comprender. Se la define como duración sin medida. Se buscan ejemplos como “que se parece a una cadena de innumerables eslabones, cada uno de los cuales está formado por millones de siglos, y que tienen por remate lo infinito…o es como un sendero inmenso por el cual se camina siempre y no se adelanta nunca” (Chaignon)
¡Siempre!, la palabra que expresa la duración de la eternidad. Pero lo esencial de la eternidad es la situación en que queda cada hombre cuando cae en ella, a la muerte. Esta situación es inmutable. Ya ha pasado la mutabilidad de este mundo. El problema, por tanto, que debería ocupar la mente de cada hombre y en especial de los que sufren es ¿cuál será mi eternidad? Ese hombre que quiere huir del dolor de esta tierra, ese que de tanto sufrir maldice el día que nació, debe saber que el sufrimiento del que muere en pecado grave es infinitamente superior al que sufre ahora: es una rabiosa desesperación, el tormento más terrible, la angustia más desgarradora.
¿Por qué no hablamos más de esta eternidad de dolor? Porque no amamos. Creemos que el amor es decir “Ánimo, todos nos salvamos, el cielo a todos nos espera”… Esto es cierto para los que, amando y confiando en Dios, aceptan con resignación y amor el sufrimiento en esta vida, cumpliendo la voluntad divina para gloria de Dios. El hombre que reniega y busca el aniquilamiento, descubrirá el engaño diabólico cuando ya no haya remedio. El Evangelio resalta muchas veces que son muchos los que se condenan por toda la eternidad.
Termino con la frase de San Agustín: “Oh eternidad, el que en ti medita y no se enmienda, o no tiene fe, o no tiene corazón”.
Jaime Solá Grané