Un sacerdote me informa de los últimos suicidios de jóvenes en las parroquias de su entorno.
Un joven me dice hoy: “antes que yo naciera, mi madre tuvo un aborto. ¿Por qué no podía haber sido yo el abortado?”.
Gran acierto el tácito acuerdo de no difundir como noticia los suicidios. Un mérito de los MCS. Es seguro que si se aprueba la eutanasia activa y se abren Centros para practicarla, habrá cola especialmente de jóvenes. A los viejos se les tendrá que forzar. Una aparente contradicción, ¿no? Pero los jóvenes tienen menos ganas de vivir que los viejos.
El joven que hubiera querido ser abortado es católico, pero totalmente decepcionado de los hombres. No puede creer en la bondad de ningún hombre, y, por elevación, tampoco en la de Dios. Pero teme comparecer al juicio divino. “Los abortados, al menos, no se condenan”, me dice. Y me insiste: “Tú que siempre has ido contra el aborto, deberías saber que los niños así asesinados salvan sus almas, y, por el contrario, naciendo y viviendo, se condenan. Mi vida, siempre solo, es un infierno ya. Cada día me aumenta la capacidad de odiar. ¿No hubiera sido mejor que mi madre me hubiera abortado?”
Mis padres tenían muy claro que “hemos venido a este mundo para sufrir”. Pero, esta realidad, ¿cómo hacerla entender a los hombres de hoy? Antes de sufrir, preferirían no haber nacido. O como dice este joven católico: ¿no hubiera sido mejor para mí que mi madre hubiera abortado?
Dejo la contestación a mis cristianos lectores.