Por horrible que sea la intensidad de la pena de sentido es tan leve e insignificante en comparación con la pena de daño, que quizá del infierno no cabe dar definición más exacta que llamarle el único lugar de donde la inexorable Majestad de Dios excepto lo estrictamente necesario a su inmensidad, ha retirado su presencia. Pena de daño
Apartando la vista de las llamas vengadoras, que son el instrumento de la pena de sentido, tratemos de imaginar a qué se parece esta ultra pena de daño; y digo “a qué se parece”, porque el concebirla tal y como es, no cabe por buena dicha en la mente humana. Supongamos que pudiésemos ver los planetas gigantescos y todo el mundo sideral girando con espantosa, y, si cabe decirlo, estrepitosa rapidez, surcando sin hallar resistencia el espacio inmenso con impetuosidad incomparablemente mayor que la de las más gigantescas avalanchas, y describiendo así sus giros en un vértice de desviaciones que la imaginación no puede calcular: entonces descubriríamos en el ejercicio de sus formidables operaciones la divina ley de la gravitación universal. Pues del propio modo descubriríamos las relaciones que nos ligan con Dios, la verdadera significación y el valor real de su benéfica presencia, si nos fuese dado ver a un alma condenada, en el momento de pronunciarse el horrible fallo pocos instantes después de separada del cuerpo, y cuando está en la plenitud de su vigor, en todo el horror de la inmortalidad de su padecer: ni en la tierra, ni en las aguas, ni en la fantasía del poeta más inventivo existe imagen más horrenda de contemplar. Tan pronto como entre Dios y el alma precita se ha levantado aquel intransitable abismo, surge en ella, con vehemencia tan tempestuosa y tan continua como vana, aquel afecto que los teólogos llaman amor radical de la criatura al Creador: búscale siempre como a su centro, sin poderle hallar nunca; lanzase como incesante esfuerzo hacia Dios, y una mano invisible le repele incesantemente; salta, y se retuerce, y se golpea en los muros graníticos de su cárcel con tal violencia, que bastaría a desquiciar un planeta de su órbita si todos no tuviesen garantido su equilibrio por la fuerza más potente de la ley de gravitación que mantiene a cada cual en su atmósfera esplendente. Si el alma separada del cuerpo pudiese perder la razón, seguramente enloquecería pensando que su eterno destino era desear a Dios, y desearle en vano, ser eternamente con impulso irresistible atraída hacia Dios, y eterna e inexorablemente repelida.
Padre. Faber.