Escribe san Claudio de la Colombiere: “El pequeño número de los escogidos no ha de ser objeto de nuestro temor. Son los pecados los que nos impiden ser de este número. (…)Os asustáis cuando os dicen que entre CIEN MIL, difícilmente habrá uno que se salve. ¿Qué puede esto importaros si este uno eres tú? (…) Si eres bueno, aunque entre cien mil no hubiere más que uno bueno, éste serías tú; Si eres malo, y entre cien mil buenos hubiere un réprobo, éste serías tú”.
Y prosigue: “¿Os extrañáis de que entre cien mil no se salven diez? Yo pienso lo contrario; cuando más considero la cosa, más me extraña de que entre cien mil se salven tres”.
Entonces, ¿vamos a tirar la toalla? No, se trata solo de cambiar de vida.
No ver la televisión, no apasionarse por las noticias, alejarse todo lo posible de este mundo llamado “internet”,… vivir en el mundo como un cartujo. Porque todo, casi todo en verdad, se ha convertido en OCASIÓN DE PECADO.
No soy catastrofista; soy realista. Solo se salva el que quiere ser salvado. Y nadie quiere. Pregunte a los transeúntes que hoy se le cruzarán por las calles y plazas:
¿Piensa usted cada día en la salvación eterna de su alma?
¿Qué hace cada día para que Dios salve su alma?
Todos le hablarán de política, de economía, de vacaciones, de su familia, de aventuras etc…
Como nadie le hablará del Infierno, déjeme que, por un momento, sea la excepción.
Tito, el destructor de Jerusalén, el año 70 después de Jesucristo, al contemplar los estragos de la ciudad exclamó: “¡Cuán terriblemente debe haber ofendido este pueblo a su divinidad para que haya sido castigado así!”
Ofender a Dios es algo tan terrible que el Infierno con toda su eternidad de dolores inconcebibles por la mente humana no agota la Justicia divina para satisfacer la ofensa. La destrucción de Jerusalén ayer, y los males que vemos hoy en el mundo, la infinidad de dolores, las amarguras, las angustias, los insomnios… todo es una nimiedad ante la exigencia de la Justicia de Dios por culpa del pecado.
Este es el único problema: que el hombre NO QUIERE dejar el pecado. Por esto son tan pocos los que se salvan. Dios quiere la salvación de todos, da la gracia a todos, pero el hombre se endurece en su tozudez diabólica: «¡NO LA QUIERO!»