Durante un exorcismo, el alma de un condenado tuvo que responder a esta pregunta del sacerdote extrañado de su condenación:
-. ¿Y cómo es posible, si cuando te mataron, gritaste: “Virgen mía, Virgen mía?” ¿No tuvo la Virgen piedad de ti?
La persona exorcitada componiendo un gesto de gran austeridad mezclado con una cierta indiferencia respondió:
-. Me miró así…
La Virgen le miró con indiferencia.
Aquella persona había sido un hombre blasfemador, calumniador, deshonesto.
Que nadie se engañe creyendo que una estampa de la Virgen, una expresión repetida como una muletilla, una medalla llevada sin convicción sean amuletos que garantizan la salvación, sean un fetiche.
Amar a María, La Virgen, es cumplir los mandamientos de su Hijo Dios. ¡Claro que es madre y nos ayuda cuando caemos!, pero es con el propósito de levantarnos para no volver a caer.
¿Cómo va a mirar con cariño a un alma condenada por su Hijo? Ya es un gran favor “mirarla con indiferencia”.
San Antonio María Claret creía que “era corto el número de los que se salvan”. Nosotros, por el contrario, somos muy “generosos” al conceder el perdón de Dios a cada quisque. “Ha hecho el bien”, se dice y ya se da por supuesto que es un bien sobrenatural que lleva al Cielo. “Rece por nosotros…” le dijeron Cavour y Farini, grandes enemigos de la Iglesia, a Don Bosco que les prometió pedir a Dios por ellos. ¿Salvados? De Dios nadie se ríe. A la hora de la verdad, ni siquiera los periodistas de Charlie Hebdo. Y la Virgen solo puede mirar con indiferencia a los millones y millones de personas que se condenan año tras año.
Jaime Solá Grané