Un gran Santo, Claret, predicó mucho sobre la ETERNIDAD y no le dejaba dormir el pensamiento del horroroso dolor que sufrían los condenados al Infierno. A menudo fijaba su mirada sobre la terrible justicia de Dios, de la que en el Antiguo Testamento se encuentra un levísimo bosquejo.
Tenía mucha razón. Tanto la justicia vindicativa como la misericordia de Dios son atributos igualmente infinitos. A veces creo que el hombre se imagina que ambas perfecciones son como dos líneas paralelas que nunca se encuentran: la misericordia no interfiere a la justicia, ni ésta a aquélla.
Se puede pensar que era así antes de la venida de Cristo y de su Redención. Quizá la ira divina podía entonces anegar la Tierra con un diluvio y castigar con rigor como consta en los libros de aquel Testamento. Pero estoy convencido de que todo cambió hace ya más de dos mil años. La justicia vindicativa de Dios ¡claro que sigue sintiéndose impelida a destrozar, como un rayo, el pecado que reina en el mundo! pero en su camino este rayo de la justicia tiene que pararse ante un dique que le impide avanzar en el castigo al hombre como se merece:
Es el CRUCIFICADO, Cristo clavado en la Cruz. «YO HE PAGADO EL DÉBITO». Y entonces ¡oh maravilla!, la Justicia divina exclama: «Es de justicia que haya misericordia divina para el pecador que tiene tal AVALISTA».
Sí, Justicia y Misericordia son paralelas pero se encuentran en un punto: Jesús Crucificado.
Desde la Redención, la misericordia divina es un acto de justicia.
Jaime Solá Grané