Entrada
Mujer fuerte, a quien buscar es hallar virtud, poseer es gozo perfecto, amar es alabanza perdurable, acompañar es honra grandísima, y no dejarla ni un punto es el más acabado y sumo bien después de la posesión del mismo Dios (Adán de Persia).
Abeja divina, en pos de la cual, como reina suya, ha de ir el coro de almas que fabrican panal de virtud. (Bernardino de Bustos).
Rosa, reina de las flores, por la fragancia de sumas virtudes que todas sus hojas exhalan (El Sabio Idiota).
Indisoluble pacto de nobleza en favor nuestro, que nos confiere derechos de príncipes en la celestial corte. (S. Ildefonso).
Amiga familiarísima de toda la beatísima Trinidad (Bto. Dionisio el Cartujano).
En los diez misterios, que llamamos dolorosos, cuántos motivos poderosos y capaces de tocarnos, de hacernos comprender el amor infinito de un Dios por nosotros! En efecto, ¡quién no se sentirá alcanzado viendo un Dios que cae en agonía, que cubre la tierra de su sangre adorable! (…) Quién no se conmoverá al ver un Dios coronado de espinas al que le atraviesan la frente, una caña en la mano, en medio de un pueblo que le insulta y le desprecia! O Dios mío, ¡qué crueldades habéis soportado para merecer el perdón de todos nuestros pecados! (Sto. Cura de Ars).
Meditación
LA MALICIA DE LOS HOMBRES
Cuando la conducta de las personas hacia nosotros tiene la malicia e intención de querernos herir, humillar, mortificar y entorpecer nuestros trabajos, contrariar nuestros planes y deshacer nuestras obras.
Dejando aparte que esta malicia e intención en el prójimo que nosotros le atribuimos muchas veces equivocadamente y con acaloramiento, que nadie se extrañe si decimos que, por lo que se refiere a nuestra conducta y proceder con el prójimo, nada ha de influir para variarla el que sea intencionada o maliciosa la actuación de sus defectos. Tanto si es irreflexivamente como si es deliberadamente, la manifestación de los defectos del prójimo son una demostración clamorosa de la limitación y miseria de las cosas y personas humanas. Sea por temperamento o sea por malicia, es que no dan más de sí. Si amásemos verdaderamente a las personas, prescindiendo de sus defectos y malicia, aceptándolas y queriéndolas tal como son, no nos quejaríamos ni sufriríamos, ni nos quejaríamos tanto como hacemos. Dice la Imitación de Cristo:
«Si después de haber avisado una o dos veces a alguien ves que no rectifica, no quieras porfiar con él, déjalo en manos de Dios, que sabe convertir el mal en bien, con tal que se haga su voluntad y sea honrado en todos sus sirvientes». Y podríamos añadir después de esto: procura tratar de amarlo como si no tuviese aquel defecto, encomiéndalo a Dios y aún saldrás mejor. En el amor a nuestro prójimo hemos de procurar su bien material y más el moral, pero siempre procurando que mejore y se perfeccione en todo lo que pueda dar de sí buenamente, y acomodándonos amorosamente a su imperfección y limitación. Conviene recordar lo que dice el Venerable Kempis en la Imitación de Cristo: «Aprende a soportar los defectos y molestias de los otros con paciencia, porque tú también cometes muchas faltas que los otros han de soportar. Si tú no sabes reformarte a ti mismo de la manera que conviene, ¿cómo quieres que otro se rinda a tus deseos? Queremos que los otros sean perfectos y no queremos enmendar nuestros propios defectos» . Y no solo con paciencia, sino con amor, hemos de sufrir al prójimo por su bien.
–Pero dirás– hay cosas que fácilmente se evitarían y se arreglarían solo con un poco más de buena voluntad.– Es verdad, pero de esta poca que siempre falta es de lo que se trata: podría haberla pero nunca la hay. ¿No te parece que con un poco más de buena voluntad por parte de los habitantes de Belén, S. José y la Virgen habrían podido caber en casa de algún pariente u hostal y no habría tenido que nacer al ras el Hijo de Dios? ¿No te parece que un poco más de valor, Pilatos no habría sentenciado a muerte a Jesús? Con un poco más de abnegación habría sido apóstol o discípulo de Jesús aquel joven rico del Evangelio. Te parece que dices poco, y este poco a veces es el todo.
–¡Pues es una verdadera lástima –responderás– el mal que causa la ignorancia y la malicia de ciertas personas! –Es verdad; pero de estas enormes lágrimas se vale Dios para nuestra salvación y nuestra santificación. Si hubieses estado presente en Jerusalén el día de la crucifixión, habrías dicho también: –¡Qué lástima tan horrible que por la ignorancia del pueblo y la malicia de escribas y fariseos crucifiquen al Hijo de Dios, muriendo Jesús en el suplicio!– Y no obstante, este es el medio escogido por Dios para redimirnos, esto era lo que nos había de salvar. Es que nosotros queremos explicarnos y arreglar las cosas según nuestro pobre saber, y hemos de tener bien presente que, por sus designios, Dios se vale tanto de la malicia como de la simple y natural ignorancia, limitación y miseria de las cosas y personas. Por eso decimos que para aquel que busca en todo la voluntad de Dios, nada importa en lo que haya sufrir que haya o no malicia por parte de los otros.
Pues ¿no nos hemos de preocupar de la maldad del mundo? En cuanto a la maldad del mundo podemos dejarla correr, puesto que ni el mismo Dios la quitó. Necesario es que haya escándalos –dijo Jesús–; pero, ¡ay del que dé escándalo!, lo cual quiere decir que no quería quitarlos sino permitirlos por nuestro bien; y es que, como dice S. Agustín, prefirió sacar del mal bien, que privar el mal. Su vida, pasión y muerte sagrada enseña bien claro cómo se sujetó y sufrió la maldad de los hombres teniendo poder para evitarla.
Oración
Nadie está en el cielo más cerca de la Divinidad simplicísima que tú, Virgen María, que tienes asiento sobre la cumbre de los querubines y sobre todos los ejércitos de serafines, y por esto no es posible que tu intercesión sufra repulsa ni que sean desatendidos tus ruegos. No nos falte tu auxilio mientras vivimos en este mundo perecedero; alárganos tu mano, para que obrando las obras de salud y huyendo de los caminos del mal demos seguro el paso de la eternidad. Por ti esperamos que al cerrar a este destierro los ojos de la carne, se abrirán los del alma para anegarse en aquel piélago de soberana hermosura, de suavísimos deleites por el cual ansiosamente suspiran los entendimientos renegados, y que nos anunció y mereció Cristo Señor nuestro haciéndonos ricos y salvos. A él por ti, Señora, rendimos gloria y alabanza con el Padre y el Espíritu Santo, ahora y siempre por los siglos de los siglos. Amén (S. Juan Damasceno).