Meditación del día

… para el mes de Octubre

Entrada

María, medio entre Cristo, divino Sol, y la Iglesia a quien llama Luna: y en este medio soberano obró la salud Dios (S. Bernardo).
Alabastro digno de suma veneración, que esparce por el mundo el ungüento de la gracia divina de Cristo, a quien engendró por virtud recibida de Dios Padre (Teodoro Laskaris, emperador).
Rosa encendida por las llamas de su caridad ardentísima. Rosa vistosísima de suaves olores (Blosio).
Imagen fidelísima de Dios, que de ella quiso nacer, visible e invisible a la vez (S. Isidoro de Tesalónica).
Águila que sube y levanta su vuelo hasta la cima de todo lo criado, porque a todos venció en sabiduría (S. Bernardino).
¡Mis queridos hijos, amad a la Virgen María, amadla todo lo que podáis! Yo os he revelado mi secreto y lo he hecho para procuraros la fuerza y la energía espirituales en medio de las dificultades de la vida. Tendréis, a buen seguro, dificultades y pruebas, tentaciones y abatimientos del espíritu. En ese momento, el recuerdo de todo lo que os he dicho os dará la fuerza para perseverar…
Mis queridos hijos, no aspiréis a cosas extraordinarias, mas cumplid solamente la voluntad de la Inmaculada…
Mientras que os hablo, sostengo en mi mano el Rosario, recitando los Ave María… (P. Kolbe).

Meditación

Jesús permanece Sacramentado
para todos y para los pobres

Recorred con la vista la corte del divino Rey Sacramentado, y veréis como, sin excepción de personas, tiene abiertas todas las puertas de su Palacio, y se sienta a su mesa el magnate y el humilde, el señor y el sirviente, el grande y el pequeño, el rico y el pobre, el amigo y el enemigo, el justo y el injusto. Esto es lo que más maravilla a S. Juan Crisóstomo: que ni los mismos traidores están excluidos de la mesa real de Jesús, y que incluso aquellos que lo venden por el vil interés de un placer, ponen con Él la mano en el plato. Por esto dice S. Ambrosio que no rehusó el Redentor el ir al convite de hombres perdidos y pecadores, pues los había de llamar más tarde a su mesa. Había determinado Jesús hacer de su carne un convite universal para todos, y así quiso primero comer en compañía de todos, para que todos comiesen después con Él.
Para que todos lleguen a comer su carne, Jesús esconde en esa mesa la Majestad. Cubierto con el velo de unos pobres accidentes, da a comer por pan lo que verdaderamente es Dios. Si en este augustísimo Sacramento revistiera su Cuerpo con aquellos resplandores con los que se manifestó en el Tabor, todos, pobres y humildes, podríamos temblar. Si apareciese armado de aquel poder que el Eterno Padre ha puesto en sus manos, los culpables podrían huir. Pero, ahora ya no hace ostentación de aquellos títulos: Rey de reyes y Señor de señores. Ya no atemoriza con aquellos prodigios, por temor a los cuales le pedía S. Pedro que se apartase de el. Ya se acomoda a la condición de todos. A los Reyes da como a reyes, a los pobres como a pobres; para los hambrientos es comida, para los sedientos fuente purísima.
Consideremos hasta dónde llegan los excesos del amor de Jesús. Verdaderamente este Sacramento Augustísimo es un abismo infinito, donde se pierde el entendimiento, descubriendo cada vez más grandes excesos del Amor divino. Aquí sería deseable una voz que se hiciese oír por todo el mundo, para que la noticia de esta maravillosa fineza de Jesucristo llegara a todas las criaturas. Pero, si queremos ponderarla no nos es preciso recurrir a otras palabras que las que nos está diciendo en el mismo Altar: Ved como estoy necesitado y pobre. Pobre y necesitado de todas las cosas. Yo que he llenado el Cielo de estrellas, Yo que he creado la luz del sol, Yo que siembro los campos de flores, y enriquezco la tierra de oro y perlas. Estoy aquí, reducido a la más desolada pobreza, necesito unos manteles para mi altar, unos corporales para inclinar mi frente, capto de las criaturas un poquito de aceite para mi lámpara. Yo soy la luz del mundo, y todo el Cielo no necesita otro resplandor que el de mi Humanidad, Sol divino que ilumina la Gloria; y aquí en la tierra a duras penas quema ante mi Cuerpo una pequeña lucecita!
Cosa maravillosa es ver al Rey de la Gloria tan pobre en su misma Casa. Los vasos sagrados en que se aloja su Cuerpo adorable ¡cuántas veces son de sencillo metal! Los cálices en que se pone su preciosa Sangre ¡cuántas veces son paupérrimos! Id por los lugares y pequeñas parroquias donde se cree y se adora este Augustísimo Misterio de la Fe, y veréis cosas que os harán caer las lágrimas de los ojos. Veréis iglesias de católicos, pobres como establos. A tal extrema pobreza el amor ha reducido al Creador de todas las cosas, en este Sacramento.
La pobreza de Jesús Sacramentado no tiene parangón en el mundo. Es verdad que en su nacimiento sufrió imponderable pobreza, pero encontró los brazos de María, su dulcísima Madre, que lo envolvieron en blanquísimos pañales. Es verdad que en la Cruz murió en la más grande de las indigencias; pero hubo un José de Arimatea, que envolvió su cuerpo en un finísimo lienzo. Las historias nos cuentan el caso del emperador Belisario, quien después de gobernar un reino inmenso, mendigaba un bocado de pan de casa en casa, haciendo caer las lágrimas en todos los ojos. Pero ver Jesús Sacramentado tan pobre dentro de su casa, ¿no excitará nuestra compasión y nuestros llantos? ¡Ah poderosos de la tierra! ¿No sentís la piadosa voz con que Él os está diciendo desde el Sagrario: Estoy pobre y necesitado? ¿Y todavía malversáis las riquezas para complacer vuestras pasiones?

Oración

Señora, eres claridad serenísima y ameno y purísimo cielo; eres toda hermosura, toda gracia, toda elegancia y limpieza. El sol no resplandece en tu presencia, y la belleza del cielo en noche serena y todo él tachonado de estrellas, no es comparable a la de uno de tus actos. Pues cuando el foco de la Majestad soberana, cuya hija querida y esposa eres, se fija en ti y te cubre con el océano de luz que despide, ¡cómo crece mi esperanza en los bienes que tiene para mí escondidos tu hermosura! ¡cuán ricamente despliegas tu sabiduría! ¡cómo arrojas saetas de ardentísima caridad sobre los hombres para prenderlos en los castos lazos del amor a las cosas celestiales y divinas! Así no hay persona que resista al remedio de tu mano, no hay pecho que no se sienta cautivado de ti, ni ojo que no quede bañado de la luz que derrama tu benditísimo rostro (S. Ildefonso).

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Jaime Solá Grané

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