Meditación del día

… para el mes de Julio

Entrada

Tres diversos títulos tiene la Santísima Virgen a ser apellidada corredentora: 1º haber cooperado con Nuestro Señor Jesucristo a la Redención del mundo, en modo análogo al de los santos, bien que en grado singular y mucho más excelente; 2º haber cooperado en modo especial, privativo e indispensable, por su calidad de Madre de Dios; 3º haber cooperado especialmente también con sus dolores. Estos dos últimos blasones de María Santísima la pertenecen exclusivamente, y todas las criaturas juntas carecerían de legitimidad para dividirlos en ella, como patrimonio que son absolutamente singular de la incomparable alteza de la Madre de Dios.
Muchas veces, contemplando los dolores de la Santísima Virgen, nos ha sucedido lo que al viajero ante las cordilleras de las altas montañas: cada nuevo punto de perspectiva le va presentando cumbres más eminentes, y cada vez que luego las vuelve a contemplar, le parece aquel espectáculo más grandioso. Así sucede con las magnificencias de María: como todas las obras de Dios, y como a Dios mismo, hay que mirarlas fijamente, desde todos los puntos de vista y por todos los aspectos adonde alcance nuestra visión limitada, para concebirlas tan adecuadamente como lo puede nuestro ruin entendimiento. Por no haberlo hecho así, aún muchos creyentes piadosos, tiene a veces por exagerados, loores de todo punto debidos a María; y es que no la han mirado bien, que no han medido su grandeza ni aun como lo consiente el humano alcance, y de aquí que aun esas mismas personas, cuando las solemnes festividades de María Santísima las convidan a meditar sobre las excelencias de nuestra Madre, concédenla sin dificultad aun aquellas mismas que antes les habían parecido exageración imprudente de piadoso celo y demasías de amor entusiasta (P. F.G. Faber).
María, magnificentísimo don, y la más excelente prenda de amor que Dios, que con larga mano reparte los dones, pudo hacer al humano linaje la gloriosa Santa Ana (S. Germán).
Abuela nuestra, por cuanto es Madre de Aquel cuyos hijos somos todos; y porque la regalada ternura de su amor la hace comparable a las abuelas, de quienes suele decirse que aman aun con mayor ternura que las madres (Ernesto de Praga).
Reina es también por la nobleza de su linaje, por la dignidad debida a su alcurnia, y por haber sido como tal coronada al subir a los cielos (Ricardo de S. Lorenzo).
Isaac que llenó de gozo la casa de sus padres y a todo el linaje (Bartolomé de Pisa).

Meditación

Abandonándolo

La oración es principalmente una ofrenda y una aceptación. Y los que tienen mucho que hacer, tienen mucho que ofrecer, deben empezar por ofrecer lo que hacen. Y los que tienen mucho que hacer tienen mucho que aceptar, porque toda acción produce reacciones, todo movimiento lleva consigo algún magullamiento, y todo el que obra, padece.
La plegaria de oblación me es necesaria. Siempre es posible para mí, porque ofrecer mis acciones o mi reposo, no consiste en distraerme de lo que hago para murmurar en secreto alguna oración, sino más bien mantener la rectitud de la mirada clara, esa rectitud serena de intención, y obrar y descansar hasta distraerse únicamente por Dios y porque el hacerlo es una cosa buena. Lo que se ha ofrecido, queda por lo mismo consagrado. Yo debería ofrecer a Dios todos mis instrumentos de trabajo, porque si existen, es porque él me los da, y además, porque deben conducirme a él. Se representa a las imágenes católicas de los santos patronos, pese a todos los iconoclastas, teniendo en las manos, como para ofrecerlos a Dios, los objetos de su suplicio o de su simple ocupación, y desde el cepillo tradicional de S. José hasta la pluma de ganso de los doctores, todos esos atributos simbolizan lo que han hecho o lo que han padecido.
Señor, te ofrezco no mi sangre, que hoy nadie me la pide, ni aun mi sudor, yo hombre del Norte más acostumbrado al invierno que el verano, pero te ofrezco toda esta tinta extendida en forma de palabras sobre todas estas hojas de papel, te ofrezco mis diplomas de magistrado o mis cuadernos de estudiante, mis registros de contabilidad o mis manuscritos de filólogo, te ofrezco mi aguja de bordadora o mi fusil de soldado, porque todo este trabajo humano, con su alegría silenciosa o su sorda queja, este trabajo del electricista y del profesor, del caminero o del guardabosques, todo este inmenso trabajo no es forzosamente indigno de ti, y puesto que es honrado, tú eres el que comunica su bondad. Mi oración, pues, durará tanto como mi trabajo, y aun informará enteramente mi reposo, como el perfume empapa el algodón, y hará de toda mi vida una incesante oblación, un sincero homenaje.
No puedo orar siempre, no tengo nada que decir. Excusa vana, error latente. ¿No tienes nada que decir? Pero la oración no es ante todo un discurso, ni es la frase la que honra a Dios, ni la idea rara, ni la palabra escogida, ni la fría corrección de los gramáticos. No es la sintaxis la que rige la oración, y el diccionario resulta inútil para los contemplativos analfabetos. La oración no es ante todo un discurso; es principalmente una espera y una acogida.
Los discursos me han cansado; todas esas palabras sonoras y un tanto hipócritas, esas declaraciones forzadas, esas peroratas oratorias y ese tono patético, no puedo soportarlo, oh Dios mío, en mis relaciones contigo. Y aun para expresar mi arrepentimiento, prefiero la sobriedad de nuestros actos de contrición tradicionales al lirismo exagerado de los literatos y poetas; prefiero decirte que me arrepiento de todo corazón por haberte ofendido con mis pecados, y que porque te amo detesto el mal cometido; prefiero esta fórmula sencilla y sin afeites a las exclamaciones patéticas. Y si la oración consistiese en un hermoso discurso, tendría excelentes motivos para descuidarla.
Esperarte y acogerte, eso es orar como los elegidos de Sión, y puedo y debo esperar a cada instante la gracia actual, y acoger en mí los progresos de tu acción libertadora. Debo esperarte porque tú eres mi curación y mi perfeccionamiento, mi perdón y mi gloria, porque todo lo bueno que se realiza y todo lo bueno que se prepara procede de ti, y los que han rehusado acogerte se han quedado en tinieblas y los que no han querido esperarte, los has calificado de malos siervos.
Perpetua oración, la de las almas siempre abiertas. Un espejo nunca se cansa de reflejar los objetos; un eco nunca se cansa de devolver el ruido de la cascada. Aunque el espejo haya reflejado a todo el mundo aún está dispuesto a volver a empezar; aún está fresco y preparado; y después de haber repetido durante diez siglos el clamor de las cataratas, el eco no se ha enronquecido o debilitado, es claro y potente como en el instante en que por primera vez a impulso del río se desmoronó la barrera de las rocas. Reflejar es la esencia misma del espejo; repetir es el ser propio del eco, y ser no fatiga. Mi oración debería llegar a ser tan íntima, tan perpetua que en adelante no fuese ya más que la unión consciente de mi voluntad y la tuya, oh Dios mío; que no me fatigara ya, ni debiera pretextar cansancios para dispensarme de ella. Porque reflejarte y repetirte, ser tu reflejo y tu eco, esa es ciertamente la ley de mi naturaleza y la que me exige tu gracia. Y orar es una cosa definitiva

Oración

La lengua de la criatura no sabe alabar como conviene a la Madre del Señor de los ángeles y de los hombres; el humano entendimiento no llega a concebir ni a imaginar su inefable grandeza, y ni aun el angélico alcanza a penetrar en todas sus misteriosas profundidades. Admirable en su mortal vida, es objeto de asombro y de estupor en su vivificadora muerte. Si su vida era muerta al mundo, su paso a la eternidad es resurrección de muertos. En derredor suyo se abrazan y cantan la Iglesia militante y la triunfante, pues los apóstoles vienen de lejanas tierras para confiarla a los ángeles que bajan del cielo a recibirla. Allí están las Virtudes en todo su esplendor; allí los Principados se distribuyen como inflamadas nubes; allí las Dominaciones saltan de gozo; allí los Tronos inventan nuevos modos de alabarla; allí los Querubines arrancan de sus arpas nuevas y nunca sonadas melodías; allí los Serafines enaltecen con su lengua de fuego la gloria de aquel cuerpo nunca manchado. El aire sosiega y las nubes se inclinan a su paso; el estremecer de los cielos resuena con majestad por todo el ámbito del universo; la lluvia y el rocío trocados en oro y en perlas caen sobre su seno, pues si ellos nutren a las plantas, este seno alimenta al Hacedor de todo. Y ahora de ti, Señora, pedimos nosotros el pan que nos es presagio y prenda de la corona de gloria (De la liturgia caldea).

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Jaime Solá Grané

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