Entrada
María y sus superiores
María consideraba como una suerte depender siempre de alguien. Más tarde, cuando oyó de los labios de Jesucristo aquellas palabras: No vine a ser servido, sino a servir, reconoció el sentimiento que había abrigado siempre en su corazón.
Este sentimiento de amada dependencia es tal vez el mejor y más seguro indicio de la santidad. ¡Hay tanta soberbia en nosotros!
Mientras fue niña, tuvo María superiores en el Templo; más tarde, se puso bajo la dependencia de S. José; luego, después que Jesucristo hubo subido al cielo, se sometió a S. Juan, a quien iba a pedir respetuosamente la Sagrada Comunión.
Y en todos sus superiores, veía a Dios, pues Dios les había comunicado su autoridad; por eso, al cumplir sus preceptos, ejecutaba la voluntad divina.
¿No había visto a Jesús sometido en todo y siempre a lo que ella le mandaba? ¡De cuán inmenso afecto a la obediencia no había de llenar su alma este recuerdo!
¡Oh Madre mía, tráeme con frecuencia a la memoria el recuerdo de la obediencia de Jesús y tuya; no me dejes jamás en la independencia absoluta! ¡Ah, infúndeme, sobre todo en lo referente a las enseñanzas de la Iglesia y a las palabras del Sumo Pontífice, tal sumisión de espíritu y de corazón, que no me deje nunca espacio para razonar ni discutir, sino que en toda enseñanza me obligue a decir siempre: Acepto y creo (Mons. Sylvain).
Meditación
En el cañaveral
El cristiano es, ante todo, el amigo de Dios, contento de la obra divina, y que apoya en ella todo el ímpetu de su adoración. He oído este atardecer, al ponerse el sol, el rumor de las cañas al borde de tranquilos estanques. El mundo entero cantaba muy dulcemente en su murmullo, mientras la superficie del agua se rizaba al paso de la brisa. Habían brotado todas, en línea recta, unas al lado de otras siguiendo las leyes misteriosas de su naturaleza; y tenían el aspecto de parecerles bien estar allí juntas. Señor, os alababan por su sola presencia, y por esta música extraña que emitían sus tallos al acariciarse sin violencia. Reconocían un servicio en su tarea; desempeñaban su papel de simples plantas de agua con el candor inocente de las cosas que proceden de Vos y que jamás se rebelaron contra su destino. Toda vuestra creación, como resguardada de las violencias de los hombres, dejaba oír, en este rincón perdido, la música sin palabras de vuestra gloria serena. ¿Y no podría yo, yo que os conozco, recoger en mi alma toda esta belleza armoniosa, y hacer con ella, no una oración trivial, sino una exaltación de gozoso reconocimiento? Me basta contemplar vuestra obra, y esta contemplación será ya una plegaria. Sin ruido de palabras advierto que me endulza el alma, me la hace más receptiva, y que la bienaventuranza de los pacíficos me invade por contagio. Yo adopto en el silencio el ritmo de vuestro Espíritu; porque, sí, es Él quien ha ordenado todas estas cosas en el santuario del mundo y es algo de su infinita nobleza lo que ellas cuentan a los corazones atentos. Al lado de vuestra creación santísima, yo no debería caminar sino en silencio. Yo quiero perderme, sabiendo bien que en el fondo mismo de esta contemplación sin discurso, encontraré el amor eterno y misterioso del cual todos dimanamos. Porque las miro en silencio, siento que unas como cadenas de egoísmo lentamente se aflojan en mí; siento que una especie de peso aplastante dulcemente se me aligera. Dejando cada cosa en su sitio y en su oficio, siento que, sin esfuerzo, me descubro a mí mismo en mi sitio y en mi rango y que empieza a establecerse una fraternidad divina y tierna entre vuestra obra y mi alma. Vuestra gracia no nos viene solamente por las palabras y por los libros.
Lo que nos falta, Señor, es amar simplemente vuestra obra. Lo que nos pasa es que queremos utilizarla demasiado para nuestros fines; seguimos cortando, después de siglos, las cañas para quemarlas cuando se secan. Pero el amor se mueve en una óptica bien distinta. Contempla y se detiene en el objeto de su contemplación; se complace en él, y en él le parece todo bien. ¿Para qué sirve amar las cosas de Dios?, preguntan los inconsiderados. Se podría igualmente preguntar para qué sirve la verdad o para qué sirve Dios mismo.
Enseñadme, Señor, a respetar las cosas, a quereros en ellas, a disolver todos los instintos de vandalismo destructor que surgen en mí como sacudidas salvajes, y a quedar contento de vuestra obra, no porque me pueda ser útil, sino porque os tiene a Vos como principio y como origen.
Además, las cañas, las mirasteis Vos mismo con vuestros ojos mortales. El profeta dijo de Vos que no las quebraríais cuando estuvieran rajadas, y nuestra liturgia, al hablar de la gloria de los mártires, la compara a las centellas que crepitan y que corren de los cañaverales secos. Dieron a vuestras manos una caña, como cetro irrisorio, durante la noche de agonía, y se hincaron las espinas en vuestra cabeza a los golpes de esta caña dócil. Se asoció a la obra de la Redención. Sería inaudito que no tuviera que hacer oír nada a mi corazón de cristiano.
Oración
Todas las potencias de mi alma se remueven en mí anhelando expresar su amor por todas las mercedes venidas de tu mano. ¿Cómo podría alabar dignamente a la que por su santidad me purificó de pecado, por su entereza libró mi alma de la corrupción, y por su gracia sube todo mi ser al amor y desposorio místico de su Hacedor? ¿En qué humana lengua cabe ponderar las infinitas larguezas de tu piedad, si porque fuiste fecunda sacudimos el secular yugo de esclavos, y porque alumbraste entramos en derechos de la eterna celestial herencia, y del destierro de la patria adquirimos en ella título de principado? Bendita eres entre todas las mujeres, que con todas estas cosas me enriqueciste por el bendito Fruto de tu vientre, cuando me regeneraron las santas aguas del bautismo. Pero si entonces me fueron ya dadas unas en posesión, otras en esperanza, bien pronto las he perdido por mi infidelidad, de suerte que, como no me queda la posesión, así apenas viven en mí la esperanza. Sin embargo, no quiero añadir iniquidad sobre iniquidad, dejando de ofrecer mi agradecimiento a la mano bienhechora, porque mi culpa me ha arrebatado los dones. ¡Oh! mejor la alabaré, bien que con amor no exento de pesar, amando por la largueza conmigo usada, doliéndome por la torpeza y necedad cometida; amando para granjear favor y nueva merced, doliéndome para que mi confusión mueva las entrañas piadosas de la Madre. Ea, pues, Señora, tú que eres puerta de vida, camino de reconciliación, paso abierto para llegarnos a Dios, alcánzame perdón de mis pecados y la gracia de bien vivir en lo venidero, para que contándome entre sus fieles siervos salga vencedor de todas las asechanzas que el enemigo maquine para perderme (S.Anselmo).