Meditación del día

… para el mes de Mayo

Entrada

María es la abogada que me defiende

Para defender a un acusado, de quien se sabe que es culpable, es preciso tener valor, amor e influencia.
Valor para hablar ante el juez, sobre todo cuando es él el ofendido; valor para hablar ante acusadores que tienen empeño sumo en que salga condenado el culpable, ante acusadores que exponen contra él cargos aplastantes.
Amor al infeliz culpable, que nada tiene que ofrecer al que le defiende, nada sino agradecimiento.
Influencia con el juez que ha de fallar, para conmoverle e inducirle al perdón.
¡Oh María, a quien llaman los santos abogada de los desesperados, cómo siento renacer la vida en mi alma, al verte al pie de la cruz, con los ojos fijos en tu Hijo, juez a quien yo ofendí y a quien oyes tú murmurar la palabra perdón.
Bien sabes que no te rechazará tu Hijo, porque te debe demasiado y te ama también demasiado para contristarte.
¡Oh María, no ignoro que no puedes excusarme, pero puedes pedir perdón, puedes sobre todo prometer que seré más fiel, más sumiso, más vigilante.
Sí, promete a Dios que vigilaré mis miradas y mi corazón; prométele que me apartaré de las ocasiones que me han inducido al pecado; prométele, finalmente, que cumpliré con resolución todos los preceptos de la Iglesia.
¡Oh, cuánto alivian mi corazón estas sinceras promesas! (Mons Sylvain).

Meditación

¿Qué es la tentación?

Yo no sé si alcanzáis a comprender lo que es tentación. No sólo son tentación los pensamientos de impureza, de odio, de venganza, sino además todas las molestias que nos sobrevengan: tales como una enfermedad en que nos sentimos movidos a quejarnos; una calumnia que se nos levanta, una injusticia que se hace contra nosotros, una pérdida de bienes, el morírsenos el padre, la madre, un hijo. Si nos sometemos gustosos a la voluntad de Dios, entonces no sucumbimos a la tentación, pues el Señor quiere que suframos aquello por su amor; mientras que, por otra parte, el demonio hace cuanto puede para inducirnos a murmurar contra Dios. Mas ved ahora cuáles son las tentaciones más dignas de temerse y que pierden mayor número de almas de lo que cree: son los pequeños pensamientos de amor propio, los pensamientos acerca de la propia estimación, los pequeños aplausos para todo cuanto se hace, el gusto que nos causa lo que de nosotros se dice. Reproducimos todo esto infinidad de veces en nuestra mente, nos gusta ver las personas a quienes hemos favorecido, pareciéndonos que ellas lo tienen siempre presente y que forman de nosotros buena opinión; nos sentimos satisfechos cuando alguien se encomienda en nuestras oraciones; estamos ávidos de saber si se ha alcanzado lo que para los demás hemos pedido a Dios. Ésta es una de las más rudas tentaciones del demonio: debemos pedir a Dios, todos los días por la mañana, que nos otorgue la gracia de conocer bien cuándo el demonio se acerca a nosotros para tentarnos. ¿Por qué cometemos el mal con tanta frecuencia sin darnos cuenta de nuestros yerros hasta después de cometidos? Pues por no haber por la mañana suplicado esta gracia, o por habérsela pedido mal.
Hemos de luchar valerosamente, y no cual lo hacemos: decimos que no al demonio mientras le tendemos la mano. Mirad a S. Bernardo cuando, estando de viaje y mientras descansaba en su cuarto, fue por la noche a su encuentro una desgraciada mujer para inducirle a pecar; púsose él a gritar, pidiendo auxilio; volvió ella hasta tres veces, mas fue vergonzosamente rechazada por el Santo. Ved lo que hizo S. Martiniano, cuando una mujer de mala vida quiso tentarle. Mirad a Santo Tomás de Aquino, a quien se le presentó una joven en su habitación para inducirle a pecar: tomó un tizón encendido y la echó vergonzosamente de su presencia. Ved lo que hizo S. Benito, quien, al ser tentado una vez, fue a arrojarse a un estanque helado, y se sumergió hasta la garganta. Otros, se revolcaron sobre espinas. Refiérese de un santo que, al ser un día tentado, fuese a un pantano donde había muchísimas avispas las cuales se echaron sobre él y dejaron su cuerpo como cubierto de lepra; al regresar, el superior le conoció sólo por la voz, y le preguntó ¿por qué se había puesto en tal estado? “Es, respondió él, que mi cuerpo quería perder mi alma: he aquí por qué lo he reducido a tal estado”.
No hemos de forjarnos la ilusión de que vamos a quedar libres de tentaciones. Es preciso combatir hasta la muerte. Apenas nos sintamos tentados, hemos de recurrir pronto a Dios, y no cesar de pedir su auxilio mientras dure la tentación, puesto que, si el demonio persevera en tentarnos, es siempre con la esperanza de hacernos sucumbir. Hemos de huir de todo cuanto sea capaz de movernos a tentación, a lo menos en cuanto nos sea posible, y además no perder nunca de vista el hecho de que los ángeles malos fueron tentados una sola vez y de aquella tentación vino su caída en el infierno. Es necesario tener mucha humildad, sin confiar jamás en que, con solas nuestras fuerzas, podamos escaparnos de sucumbir, sino que únicamente ayudados por la gracia divina estaremos exentos de caer. Dichoso el que a la hora de la muerte podrá decir como S. Pablo: “He combatido mucho, pero, con la gracia de Dios, he vencido; por esto espero alcanzar la corona de gloria que el Señor otorga al que le ha sido fiel hasta la muerte”.

Oración

Deja, Señor, que abra en tu presencia y en la de tu santísima Madre, las secretas angustias de mi corazón. ¿Quién merecerá, ¡oh Juez supremo! tu perdón, sobre quién, ¡oh benignísima Ester! extenderás tu mano protectora, si al hombrecillo que ahora alaba con amor vuestras larguezas y confiesa con pesar sus pecados desecháis? Dime, ¡oh Madre de salud! ¿para quién guardas la eficacia de tus ruegos, si ahora con tu permisión y por ordenación de tu Hijo tales tormentos vienen sobre un pecho que de sí abomina, y llora suspirando por ti, si parecen abrirse los abismos a los pies de quién desesperado de sí sólo en ti pone sus esperanzas? Recuerda, Señor, que por entrañas de piedad te hiciste Hijo de tan alta Madre; recuerda, Señora, que para dejar en tus manos el arca de las divinas misericordias, quiso tan alto Rey encerrarse en ti y hacerte su Madre: y apiadaos de mí, tú, Señor, perdonando, tú, Madre, intercediendo. No apartéis los ojos de mí, puesto que veáis tan henchida mi iniquidad, tan apagada mi fe, tan fría mi caridad, tan desvariada mi oración; porque todo esto hay en mí, y menos merezco salud; mas confiadamente acudo a ti, Señor, y a ti, Señora. Haced que sienta los efectos de vuestra clemencia, y si no los merezco, haced que merezca sentirlos (S. Anselmo).

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Jaime Solá Grané

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