Madre de Dios. Bastará decir que Dios hizo a la Virgen madre suya, para entender que no pudo exaltarla más de lo que la exaltó (S. Alfonso de Ligorio).
Áncora de nuestra salud. Acudid a María, a quien la Iglesia invoca Virgen dulce y piadosa, vosotros todos los que estáis afligidos por las amarguras de este destierro (S. Francisco de Jerónimo).
Reina benignísima. La benignidad de María nuestra Madre es la esperanza que consuela al mundo y hace que no desesperen los pecadores (S. Francisco de Jerónimo).
Insondable misterio de gracia. Dios no quiso hacerse hombre sin el consentimiento de María; en primer lugar, para que todos nosotros le quedásemos sumamente obligados, y además para que entendiésemos que la salvación de todos se halla recomendada al arbitrio de esta Virgen (S. Pedro Damiano).
Amable dechado de toda virtud. Habiendo llegado la Santísima Virgen María a la edad florida en el templo, y prohibiendo la ley que continuase después dentro del templo, es entregada por el coro de sacerdotes a un esposo o custodio de su virginidad, el cual había guardado inviolable la ley hasta la vejez tanto como otro cualquiera. Vivía, pues, en casa de éste la santa e inmaculada doncella, manteniéndose en casa, y sin conocer nada de cuanto tenía lugar fuera de sus puertas (S. Juan Damasceno).
Meditación
Empezaron a hablar
Vos nos habéis dado muestra de confianza al dotarnos de la palabra. Bien sabíais que la volveríamos contra Vos. Sabíais que después de los “aleluya” os abrumarían bajo el Crucifige. Sabíais que Pilato os enviaría al Calvario con palabras griegas y que también con palabras Pedro os negaría. Vos habéis previsto todas las blasfemias salidas de la boca de los hombres, y sus mentiras insidiosas y sus violencias verbales y hasta sus malos chismes. Y con todo no quisisteis que vuestras criaturas fueran un rebaño mudo; y Vos devolvisteis la palabra a aquellos cuya lengua impotente no conseguía articular nada. Quisisteis poder conversar con nosotros, y dijisteis que cuando dos hombres hablaran entre sí Vos terciaríais siempre en su coloquio. Vuestra buena nueva debía anunciarse en alta voz; lo que oyéramos en secreto, había que predicarlo por las azoteas. Por el agua y por unas palabras nos íbamos a conceder el perdón; y hasta al sonido de nuestras palabras Vos ibais a descender al altar. Toda la magnificencia de nuestros Credos, de nuestros salmos, de nuestros cánticos; la alegría de Navidad y la gloria de Pascua, todo será como una guirnalda aérea, tejida de palabras humanas.
No quiero considerar este don divino solamente como una actividad sospechosa. Quisiera más bien que, por respeto al prodigio que significa, mi palabra fuera siempre digna de aquel que me la ha confiado. La mentira es un ultraje a la verdad, porque es una profanación de la santidad de la palabra. A sí mismo se envilece el mentiroso, porque la verdad no se altera jamás por la mentira. Es tan verdadera después como antes. Si cambiara porque yo la traiciono, no la traicionaría. Sería conforme a mi capricho. La revelación es vuestra palabra, Señor, y para expresar en nuestro lenguaje vuestra naturaleza eterna, decimos que sois el Verbo, la Palabra del Padre; encargándose de definir esta palabra tan simple el misterio más alto.
Yo pienso en Vos, Señor, al recordar las palabras definitivas que sellan las fidelidades: palabras de las promesas, de los empeños, de los votos religiosos; en esta palabra diminuta “perpetuo” que fija la orientación de toda una vida. Y me acuerdo también de las palabras de arrepentimiento en el confesionario. Vos habéis querido que se expresara la confesión y que se oyera la absolución. Vuestra gracia sigue el conducto de nuestras frases, y por no haberse dicho una palabra queda inválido el sacramento. Pienso en las palabras últimas de los moribundos, en todo el fulgor desgarrador de las últimas recomendaciones y de los adioses supremos; en el “gracias” que sube todavía de sus labios antes del gran silencio; en las palabras que cayeron de lo alto de la Cruz y en las que la Virgen María conservaba en su corazón, como tesoros, para meditarlas en secreto.
Nosotros hemos hecho vulgares todas estas cosas. Hemos hecho laicas las cosas santas. No vemos nada sagrado en las palabras que pronunciamos: cosa de fonética, decimos, y de filología. Repetimos inconscientemente que los escritos permanecen y que las palabras vuelan. Nos hemos aburrido tanto con sermones y conferencias, que las habilidades de los retóricos nos parecen pobres trucos y todos los preceptos de la oratoria antiguallas indigentes. Como el jurado del Areópago, diríamos al mismo San Pablo que abreviase.
No quiero que estas vulgaridades me invadan. Y os doy gracias de rodillas, Señor, por haberme dado el don de la palabra, y que, por Vos, yo pueda ejercitar lo que los apóstoles llamaban: el ministerio de la palabra. Desde que el Espíritu les visitó, empezaron a hablar, y de sus palabras vive todavía la fe de todos vuestros fieles; porque Vos les inspirasteis, Vos de quien decían: Maestro, ¿a quién iremos? Sólo Vos tenéis palabras de vida eterna.
Me juzgaréis por mis obras, y la primera de mis obras, la que más se me asemeja, son las palabras que escojo y que pronuncio. No puedo añadir un codo a mi talla, ni cambiar las condiciones de mi nacimiento; no puedo nada ni contra la forma de la tierra ni contra la sucesión de las estaciones; pero soy yo quien hablo, como y cuando quiero. Haced, Señor, por vuestra gracia, que mis palabras sean sin artificio, como el rostro de la verdad, y que sean fecundas para el bien, como vuestro verbo creador, y que su mensaje sea, en su sencillez, un Evangelio.
Oración
Guárdame y defiéndeme debajo de tus alas; compadécete de mí, pues manchado estoy con el lodo de este mundo, porque no se gloríe contra mí el perniciosísimo satanás, ni se levante contra mí el execrable enemigo. No tengo otra confianza, ¡oh Virgen! si no es en ti. Tú eres el puerto de mi navegación, ¡oh Virgen inviolada y mi presente auxiliadora! Todo estoy debajo de tu protección y tutela, y con continuas lágrimas, imploro tu favor y vuelo al asilo de tu misericordia (S. Efrén).