Entrada
Entre las fuentes del padecer de María debe contarse también la claridad con que veía la exactitud con que apreciaba la enormidad del pecado. No puede caber duda en que Nuestro Señor tuvo conocimiento sobrenatural del pecado y de su enorme malicia y de la adorable detestación con que Dios le mira; conocimiento que Jesús no sólo poseía en el grado más eminente, sino que constituye el verdadero carácter de los tormentos de su Pasión. La vista de ese pecado fue quien crucificó al alma de Jesús en el Huerto de los Olivos; el peso de esa culpa fue quien le derribó en tierra; el cáliz de la ira causada por esa culpa en el Padre Celestial fue el que con tan honda tristeza le pidió Jesús que apartase de Él. Nuestra tiernísima Madre participó abundantísimamente de aquella visión tan asombrosamente aflictiva para Jesús. Nadie como María era capaz de apreciar la inocencia de aquella víctima pura; nadie podía estimar como ella su hermosura y su bondad; nadie sondear como ella la ingratitud de tantos a quienes Jesús había enseñado, alimentado, sanado, consolado con paciencia tan desinteresa y con diligencia tan entrañable y exquisita; nadie, en fin, podía como ella sentir las bárbaras crueldades cometidas con su Hijo amadísimo en aquella terrible noche del Jueves Santo Y en la siguiente mañana. Pero aún veía más; porque veía pesando sobre los hombros agobiados de su Hijo el cúmulo gigantesco y espantosamente repugnante de todos los pecados del mundo entero. Y aún veía más; porque remontándose a la más alta cima del ser de Jesús, veía que era Dios verdadero aquel Hombre acosado, afrentado y mortalmente herido por los pecados del mundo; y todo esto lo veía en aquella luz inmensa que, sin duda, emanando de lo más excelso de las regiones divinas, alumbró las escenas de la Pasión, mostrando la enormidad de la culpa con tan vivo resplandor, que nadie sino Jesús y María hubieran podido soportarle. Imposible es a nuestra mísera condición imaginar siquiera lo que debió ser el dolor causado por aquella iluminación terrible: ni aún pudiéramos vivir si Dios nos mostrase a nosotros mismos tales como somos; para soportar nuestra confusión ante el tribunal divino, necesitamos antes adquirir la inmortalidad. Júzguese, pues, lo intenso, lo terrible de aquella agonía prolongada que a María debió causar la visión clara y plena de los pecados todos del mundo acumulados en la Pasión (P. Faber).
Aurora de bendición, pues por ella fue trocado el nombre de la primera mujer. Eva quedó llena de pecado, María de gracia; aquella se apartó de Dios, ésta le atrajo; por aquella la muerte entró en el mundo y fue principio de maldición, por ésta la vida y fue principio de bendición (Inocencio III).
Meditación
LA PENITENCIA
Así eran tratados los pecadores en los primeros tiempos de la Iglesia. Los que querían reconciliarse con Dios se presentaban, el miércoles de Ceniza, en la puerta del templo, con vestiduras sucias y rasgadas. Después de haber entrado en la iglesia, se les cubría la cabeza de ceniza y se les entregaba un cilicio para que lo llevasen durante todo el tiempo de la penitencia. Luego se les mandaba que se postrasen en la tierra, mientras se cantaban los siete salmos penitenciales para implorar sobre ellos la misericordia de Dios; seguidamente se les dirigía una exhortación para inducirlos a practicar la penitencia con el mayor celo posible, esperando que así tal vez Nuestro Señor sería movido a perdonarlos.
Después de todo esto, se les advertía que se les iba a arrojar del templo con cierta violencia, a la manera como Dios arrojó a Adán del paraíso después de haber pecado. Apenas tenían tiempo de salir cuando se les cerraba tras ellos la puerta del templo. Y si deseáis saber cómo pasaban aquel tiempo y cuánto duraba aquella penitencia, vedlo aquí: primeramente, quedaban obligados a vivir en el retiro o bien emplearse en los más duros trabajos; según el número y la gravedad de sus pecados, se les asignaban determinados días de la semana en los cuales debían ayunar a pan y agua; durante la noche y postrados en la tierra, tenían largas horas de oración; dormían sobre duras tablas; por la noche se levantaban varias veces a llorar sus pecados. Se les hacía pasar por diferentes grados de penitencia; los domingos, presentándose a las puertas del templo ciñendo el cilicio, con la cabeza cubierta de ceniza, permaneciendo fuera, expuestos a la intemperie; postrándose ante los fieles que entraban en la iglesia, y, con lágrimas conjurábanlos a rogar por ellos. Pasado un tiempo, se les permitía acudir a escuchar la palabra de Dios; mas, en cuanto había terminado el sermón, se les arrojaba del templo; muchos, solamente a la hora de la muerte, eran admitidos a recibir la gracia de la absolución. Y aún miraban esto como una muy apreciable gracia que la Iglesia les hacía después de haber pasado diez, veinte años o a veces más, en las lágrimas y la penitencia. Así es como se portaba la Iglesia, en otro tiempo, con aquellos pecadores que querían convetirse de veras.
Si deseáis ahora saber quiénes se sometían a tales penitencias, os daré que todos, desde los humildes pastores hasta el emperador. Si me pedís un ejemplo, aquí tenéis uno en la persona del emperador Teodosio. Habiendo pecado aquel príncipe, más por sorpresa que por malicia, San Ambrosio le escribió diciéndole: «Esta noche he tenido una visión en la que Dios me ha hecho ver a vuestra persona encaminándose al templo y me ha ordenado que os prohibiese la entrada». Al leer aquella carta el emperador lloró amargamente; sin embargo, fue a postrarse ante las puertas del templo como de ordinario, con la esperanza de que sus lágrimas y su arrepentimiento movieran al Santo obispo. San Ambrosio, al verle venir, le dijo: «Deteneos, emperador, sois indigno de entrar en la casa del Señor». Respondióle el emperador: «Es verdad, mas también pecó David, y el Señor le perdonó». «Pues bien, le dijo San Ambrosio, ya que le habéis imitado en la culpa, seguidle en la penitencia». A estas palabras, el emperador, sin replicar más, se retiró a su palacio, dejó a sus ornamentos imperiales, postróse con la faz en tierra, y se abandonó a todo el dolor de que su corazón era capaz. Permaneció ocho meses sin poner los pies en el templo. Al ver que sus criados se dirigían a la iglesia en tanto que se hallaba privado de concurrir allí, oíasele dar unos clamores capaces de mover los corazones más endurecidos. Cuando le fue permitido asistir a las preces públicas, no se ponía de pie o arrodillado como los demás, sino postrado, la faz en tierra, de manera más conmovedora, golpeándose el pecho, arracándose los cabellos y llorando amargamente. Durante toda su vida conservó el recuerdo de su pecado; no podía pensar en él sin derramar lágrimas en abundancia. Aquí tenéis lo que hizo el emperador que no quería perder su alma.
¿Qué hemos de sacar de aquí? Vedlo: ya que es necesario de toda necesidad llorar por nuestros pecados, y hacer penitencia de este mundo o en el otro, escojamos la menor rigurosa y la más corta. ¡Qué pena llegar a la hora de la muerte sin haber hecho nada para satisfacer la justicia de Dios! ¡Qué desgracia haber perdido tantos medios como tuvimos cuando, al sufrir algunas miserias, si las hubiésemos aceptado por Dios, se habrían merecido el perdón! Qué desgracia haber vivido en pecado, y no suframos con paciencia todo aquello que el buen Dios tenga a bien enviarnos. Que nuestra vida sea una vida de arrepentimiento por nuestros pecados y de amor a Dios, a fin de que tengamos la dicha de ir a unirnos a Él por toda una eternidad….
Oración
¡Oh Madre celebradísima! Con continuas lágrimas te imploro y me arrodillo a tus pies. ¡Oh Señora mía! clamando a ti humildemente, para que tu dulce Hijo, el que da vida a todos, no me arroje por los muchos pecados que he cometido y como león despedace mi ánima, o como a higuera estéril y sin fruto me corte y arroje. Llena mi boca con la gracia de tu dulzura; ilustra mi entendimiento; ¡oh llena de gracia! mueve mi lengua y labios, para que te cante alabanzas con grande alegría de mi alma, y entone aquella melodía angélica, tan celebrada en la ciudad de Nazaret, que cantó el arcángel San Gabriel, vestido de hábito servil, a ti, Virgen y Madre de Dios enterísima, aquella salutación tan conveniente y digna ¡oh salud del mundo y lumbre y tutela de las almas! (S. Efrén).