Meditación del día

… para el mes de Marzo

Introito

Madre que padeció todas las miserias del Hijo, por conmiseración; todos los dolores, condolida; y todos los padecimientos, compadeciéndolos (S. Lorenzo Justiniano).
Madre, cuyo dolor, viendo a su Hijo maltratado y afeado, fue a la medida de su amor; el cual fue el mayor que jamás tuvo ni tendrá pura criatura, porque fue amor de madre pura con su unigénito hijo e hijo todo tuyo sin compañía de padre, e hijo juntamente era hombre y Dios (Ribadeneira).
¿No son las cruces forma predilecta con que Jesús muestra su amor? Jesús bajó del cielo porque el padecer era para Él como un paraíso, paraíso exclusivamente terrenal; y amando Él tanto este paraíso, ¿cómo los que aman a Jesús no han de amar ese edén de padecimientos? Las gracias abundantes son cordilleras de montañas formadas por las ebulliciones subterráneas del dolor. Los mártires tienen coronas que les pertenecen de derecho. ¿Cómo, pues, esas coronas habían de ser negadas a María? ¿No era preciso que el exceso de amor de Jesús fuese para ella exceso también de padecer?…
Parece que a una Encarnación exenta de dolores debió de corresponder una madre exenta también de padecimientos; pero el Niño de Bethleen, al sujetarse a padecer, quiso encadenar a su madre con los mismos lazos de dolor que a Él le encadenaban. Lo riguroso del martirio de María proviene de lo perfecto del filial amor que Jesús la profesaba (P. Faber).

Meditación

DEJANDO SUS REDES

Y caminando Jesús por la orilla del mar de Galilea, vio a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y Andrés su hermano, echando la red en el mar, pues eran pescadores, y les dijo: Venid en pos de mí y yo os haré pescadores de hombres. Y ellos, al punto, dejando las redes le siguieron (Mt 4, 18-20).
He oído a sabios, que afirmaban que el desprendimiento completo no era necesario a tus apóstoles, que al menos no era tan necesario; encontraban exagerado hablar de abnegación total y soñaban con una perfección cómoda, en la que tu amor añadiría un motivo de dicha al conjunto de los placeres del cuerpo, y de este modo el cristiano, tu discípulo, vería transcurrir sus días apaciblemente, al abrigo de cualquier exceso. Con un poco de casuística para cohonestar lo que se va a hacer, y una absolucioncita para olvidar lo que se ha hecho, tus exigencias resultan muy aceptables y el evangelio no es riguroso.
¡Ay! Dios mío, no me atrevo a afirmar que estos venenos sutiles no se hayan infiltrado en mi alma, y si pretendiese que mis principios nunca han claudicado, que siempre he obtenido de mí el máximum, mentiría a la faz del mundo, y las piedras se levantarían para protestar contra mi hipócrita vanidad.
No, no, tus exigencias son totales. Los que desean la perfección no tienen de antemano que discutir tus condiciones, sino aceptarlas de plano sin regateos. Tú penetras en nuestras vidas como una espada y sangramos con tus visitas. Te he visto arrebatar así algunas existencias y arrancarlas a todo, para arrojarlas al claustro de la oración o a las salas de los cancerosos; te he visto hablando a humildes jovencitas en términos tan categóricos que se espantaba con ello mi timidez. Tú no decías: Dame algo, sino que con un gesto indicabas que tenía que ser todo. Tú no decías: Más tarde, cuando los hombres hayan sido servidos, recibiré gustoso algunos restos de tu amor; sino que con mirada soberana te colocabas a través del camino y exigías que se te hiciese entrega de todo el porvenir, que se pusieran en tus manos todas las esperanzas.
Eres, ciertamente, duro, tú, el humilde de corazón; eres tan sorprendente en tus procedimientos providenciales, que mi debilidad a veces se ha estremecido, pensando que ibas a imponer a tal alma, en toda su lozanía y juventud, la austeridad de los remordimientos absolutos.
Como siempre, tienes razón. Para conocerlo basta con mirar a los que nosotros llamamos tus víctimas, y que ellos mismos se llaman tus elegidos. Con todo su corazón se entregan a su sacrificio, no sólo porque los liberta, sino porque les colma; no sólo por las glorias futuras del Paraíso; sino por las alegrías presentes de la caridad y de la gracia.
Sin pensar más en sus redes. Tú lo exiges todo, pides el desprendimiento completo, porque quieres llenarlo todo con un vino nuevo, porque quieres transformarlo todo en vida eterna. Lo que tú nos traes excede la capacidad común de lo que nosotros poseemos.
¡Tus exigencias son tan provechosas! Gracias por tus asperezas de Redentor; gracias por no haber permitido que mezclásemos nuestro olor de muerte a tu perfume de eternidad, y que combinásemos, en nuestras necias mezclas, granos de amor terrestre con el único incienso de tu gracia. Tus apóstoles tuvieron que dejar sus redes, no para estar más despojados, sino porque tú les hiciste al punto pescadores de hombres.
Dame, Señor, la gracia de comprender y la fuerza de querer. ¡Me apego instintivamente a todo lo que pasa! Soy necio, ciego, lunático, y a veces me quejo.
Y, sin embargo, los que lo han experimentado proclaman que nunca les ha faltado nada desde el día que se decidieron a buscar en ti su única riqueza. Señor, no permitas que mis cobardías parezcan dar un mentís a su firme testimonio. No permitas sobre todo que, con pretexto de dulcificarlo, se desvirtúe tu evangelio; no toleres que los discursos de la tibieza vengan a adormecer las almas que has redimido. El día en que creyésemos que la fidelidad intermitente y la devoción rebajada son todavía tolerables, y que las generosidades totales, las vocaciones de abnegación absoluta, son una excepción abierta al celo intemperante de los fanáticos ese día seríamos peores que Sodoma y Gomorra, y habríamos blasfemado de tu Calvario.

Oración

¿A quién te compararé? ¿A quién te igualaré? ¿Con quién te asemejaré y consolaré, Virgen tan lastimada? Grande es así como el mar tu quebrantamiento, ¿quién te pondrá medicina? (Tren. c.2) ¡Oh, bendito seas Tú, Señor, que así desconsolaste hoy a esta bendita Virgen! No hay en la tierra ya quién la consuele; no hay quién enjugue sus lágrimas; no hay quien dé fin a sus lamentaciones; no hay quién acompañe su soledad, quién ahora mitigue su dolor; no hay ya consuelo para ella. Estaba la madre de Tobías, el mozo esperando, cuando su padre lo había enviado a la ciudad de Rages, y como se tardaba tanto no podía reposar, pensando qué sería de él, si era muerto o vivo, si le acaecería algo. Y dice la Santa Escritura que no pudiendo sufrir la soledad de su ausencia, se salía a los caminos y decía: “Ay de mí, hijo mío, ¿y por qué te enviamos a peregrinar por esos caminos? Lumbre de nuestros ojos, báculo de nuestra vejez, consuelo de nuestra vida, esperanza de nuestra postrimería, ¿a qué te enviamos de nosotros? Si pobreza teníamos, con estar tú presente no se sentía; si trabajos padecíamos, teniéndote a ti no se nos hacía nada: en ti solo teníamos todas las cosas” (S. Juan de Ávila).

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Jaime Solá Grané

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