Entrada
Morada de mi alma y pan suavísimo de mi amor (José de Jesús María).
Ameno y fértil campo en donde brotó la espiga de la vida que apaga el hambre de los fieles y destierra la esterilidad del error (S. José el Himnario).
Altar, porque fue sacrificio de suavísimo olor en la divina presencia, y en su alma anidó todos los fuegos posibles de la contemplación y del amor (S. Antonio de Padua).
Madre dulcísima de piedad que dichosamente lleva a sus fieles a las alegres moradas del cielo (Vble. Luis de Granada).
Ilustre y poderosa Señora, cuyo dulce nombre recrea los cansados, cuyo sereno resplandor alumbra a los ciegos, y el suave olor de sus virtudes alegra a los justos, y el bendito fruto de su vientre harta a los bienaventurados (P. Nieremberg).
Aquella espiritual y admirable ciudad de Dios, de la cual dice el Profeta que se han dicho y predicado cosas gloriosas y estupendas (Ribadeneira).
Lo primero que llama nuestra atención en los dolores de María es su inmensidad, tomando esta palabra, no al pie de la letra, sino en el sentido que de ordinario le atribuimos al aplicarla a cosas criadas. Esos dolores quiere mencionar la Iglesia al aplicarles aquellas palabras de Jeremías: “¡Oh, vosotros, todos los que pasáis, mirad y ved si hay dolor comparable al dolor mío! ¿A quién te compararé, oh hijo de Jerusalén? ¿A quién te igualaré para consolarte, oh hijo de Sión? Porque su dolor es grande como la mar. ¿Quién podrá sanarte?” Suele representarse el amor de María como fuego que ningunas aguas pudieran apagar; y con el mismo encarecimiento han hablado de los dolores de la Virgen algunos santos y doctores de la Iglesia. S. Anselmo dice: “Por grandes que hayan sido las crueldades cometidas con los mártires, poco y aún casi nada valen, comparadas a la crudeza de la pasión de María”. S. Bernardino de Siena dice que si el dolor de la Santísima Virgen se dividiera y se repartiese entre todas las criaturas capaces de padecer, todas ellas perecerían en el acto (P. Faber).
Meditación
¿En qué consiste el olvido propio?
El alma entregada a Dios ya no se pertenece a sí, ni existe a sus propios ojos, ni vive ya en sí misma, sino en Aquel a quien se ha entregado y no tiene más intereses que los de su Dueño.
Olvidarse a sí mismo, tal es la gran ley de toda la vida espiritual. Olvidarse es excluir de sus actos, sufrimientos y oraciones todo cálculo humano, toda reserva del amor propio, toda mira egoísta.
Olvidarse es aceptar sencillamente de la mano de Dios todas las cruces, todas las contrariedades sin quejarse, sin prevalerse de ello, sin examinar su duración o naturaleza, como si se tratase de otro y no de sí mismo.
Olvidarse es moderar la búsqueda de las satisfacciones personales, huyendo de las ilícitas y no tomando entre las demás sino las que la misma Providencia preparó.
Olvidarse es estimarse en su justo valor, esto es, como un pecador, como nada; es vaciar la memoria propia y la ajena de su propia persona, de sus cualidades, de sus obras, es evitar hasta la mirada ansiosa y demasiado prolongada sobre sus propias debilidades.
Olvidarse es desaparecer a sus propios ojos, por un acto de la voluntad, para no encontrar en sí y en los demás, en las personas y en las cosas, más que a Jesús y su santísima voluntad.
Quien quiera venir en pos de Mí, dice Jesús, renúnciese a sí mismo. Quien quiera tener parte en la resurrección de Jesús consienta en morir primero con Él; quien quiera con Jesús levantarse glorioso del sepulcro, baje primero con Él; quien quiera salvar su vida comience por perderla.
El olvido de sí es, pues, la renuncia, la mortificación, la humildad, la muerte de sí mismo. El olvido de sí es el despojo universal.
¿Y quién es el que así despoja al alma entregada a Dios? El amor. El amor es tirano que todo lo pide sin dar nada, y cuando ha llegado a apoderarse por completo del alma, hace de ella la más pobre de todas las criaturas.
El alma ordinaria puede prever el porvenir, combinar planes, forjar proyectos, elige sus ocupaciones, distracciones y placeres; rodéase de la estima y consideración de los demás hombres; da a voluntad o rehúsa su afecto e intimidad; goza, vive y saborea la vida.
El alma tiranizada por el amor lo ha perdido todo. No es dueña ni de la inteligencia, ni de la voluntad, ni de los sentimientos, ni del tiempo, ni de la salud. Nada le ha quedado. Las aspiraciones, gustos, aptitudes, todo cuanto forma la riqueza o el orgullo de los demás, todo se le ha quitado y ha pasado a servicio del Maestro.
El alma se complace en esta desnudez, goza con verse arrebatada a sí propia, teme volver a tomar su riqueza y suplica a Jesús que no se la restituya jamás.
¡Oh divina locura! Enseñadnos, oh Jesús, el olvido de nosotros mismos.
Oración
Deja, gran Señora, que de la boca de los humildes salgan tus alabanzas diciéndote: Dios te salve, vaso escogido y preciosísimo de Dios; Dios te salve, inconmensurable mar de la gracia, sobre todas las mujeres la más dichosa; Dios te salve, refulgente estrella, de la cual nació Cristo, eterno e indeficiente Sol; luz brillantísima que derrama por el mundo sus benéficos rayos; Dios te salve, Reina y Señora de todo lo criado, suavísimo objeto de los cánticos de los querubines y serafines y de los himnos de toda la corte celestial; Dios te salve, paz, gozo y salud del mundo; gloria del humano linaje, lustre de los patriarcas, suspirado amor de los profetas, premio de los mártires, gala de las vírgenes, corona de todos los santos, avenida de unción para el que os invoca, ornamento hermosísimo de los cielos, y asombrosa maravilla de la creación (S. Efrén).