Entrada
La ley de la Encarnación es ley de padecimiento. Nuestro Señor fue varón de dolores, y padeciendo redimió al mundo: su Pasión no fue solamente un acaecimiento de su vida, sino todo el fin de ella y su desenlace propio y conveniente. El Calvario no se diferenció de Bethleen ni de Nazareth: los sobrepujó en grado, no en naturaleza. Los treinta y tres años todos fueron duración de un padecimiento perpetuo bien que varió en especie y en intensidad. Pues bien, esta misma ley de padecimiento a que Jesús quiso someterse, comprende a todos cuantos le siguen.
Todos los mártires, de todo tiempo y lugar, han tenido que someterse a esa misma ley: sus respectivos padecimientos han sido vivas sombras de la gran Pasión, y la sangre de sus venas se ha confundido con el raudal de la preciosísima sangre de su Redentor, rey de los mártires. Idéntico ha sido el destino de todos los santos, obispos o doctores, vírgenes o viudas, seglares o religiosos: signo y prenda de todos han sido un amor extraordinario y una gracia extraordinaria, adquiridos por virtud de pruebas extraordinarias y de extraordinarios padecimientos. Todos han tenido que ser envueltos en la nube y salir de ella con rostro radiante, porque todos han visto, y visto de cerca, la faz del Crucificado. Por aquí han tenido que pasar todos los elegidos, cada cual a su modo y con su medida propia: para asegurar la salvación de sus almas, haciéndose en lo posible, semejantes a su Maestro, preciso ha sido a todos no apartarse, cuando menos, de las orillas de la negra nube que al pasar ha tenido que cubrirlos, y acaso más de una vez, con su sombra. ¿Cómo, pues, había de eximirse de esta ley la Madre de Jesús, que entre todas las criaturas ha sido la más estrechamente unida con Él? (P. FG. Faber).
Meditación
NO SE REZABA EN ESTA CASA
Una casa de comercio, rica ayer todavía, ayer todavía honorable a los ojos del mundo, acaba de suspender sus negocios y cerrarse.
En torno nuestro, una mujer cristiana, deplorando la caída y la dispersión de una familia que le ayudaba, dijo simplemente: No se rezaba en esta casa.
Estas palabras explican muchas cosas.
Una casa en la cual no se hace ninguna oración, no puede seguir mucho tiempo próspera, ni mucho tiempo en pie.
Cierto que los muros materiales no se hundirán: lo que se hundirá, lo que poco a poco desaparecerá, es el alma y la vida de esta casa, lo que hace de los muros, fríos por sí mismos, un nido caliente y resguardado, con gusto, donde está uno en su casa; es la unión, es la ternura, es el sostén, es la abnegación, es ese conjunto de procedimientos delicados que presta delicioso hechizo aún a la vida más probada.
Las piedras no se juntan entre sí más que con el cemento; las almas y los corazones no se mantienen unidos más que con la oración; la oración es el cemento sin el cual ninguna unión es durable, y sin el cual ningún amor, por abnegado, por sincero que sea, no está al abrigo de la monotonía, del cansancio, del hastío que la vida lleva consigo.
No, pobres corazones que os amáis tanto, y que decís con tanta sinceridad: Nos amaremos siempre; no, si no oráis el uno y el otro y el uno con el otro, ¡no os amaréis mucho tiempo!
Hace cerca de once años que vivimos juntos –decían a un sacerdote un padre y una madre, que le llevaban, para que lo bendijera, uno de sus hijos. Ha habido entre nosotros, más de un disentimiento, más de un roce; no pocas nubes sombrías se han cernido sobre nuestras cabezas, pero nunca hemos estado en desacuerdo más de un día.
¡Ah, la oración en común, la oración en voz alta, la oración del uno cerca del otro, al final del día, ¿quién sería capaz de decir la luz que aporta para reconocer las culpas, la fuerza para repararlas, la benevolencia para perdonar, la ternura para amar siempre?
Todos los que queréis amaros siempre, en vez de hacer ese juramento tan imposible de cumplir, no obstante la sinceridad de la promesa, haced este otro: Haremos juntos y en alta voz una pequeña oración todas las noches…
Dios no impedirá ni las pruebas, ni las dificultades suscitadas por la mala fe de los otros, ni el fracaso, a pesar de los esfuerzos y la probidad, pero impedirá la ruina.
Sí, sí, Dios servido, Dios obedecido, Dios rogado, se constituye en guardián de la prosperidad, de la paz, del honor de una familia.
Leed esta triste estadística que un médico envió a un periódico católico:
«Hace ya veinte años que recorro el mundo, y durante estos largos años, son numerosas las familias desdichadas que he visto, numerosos los seres degradados que han pasado ante mí; he querido, pues, examinar su conducta en relación con Dios, y lo que he recogido, helo ahí en toda su crudeza.
De trescientas cuarenta y dos familias desunidas, he contado trescientas veinte que nunca iban a misa el domingo.
De cuatrocientos diecisiete jóvenes que han sido la desesperación y el deshonor de sus familias, doce solamente frecuentaban la iglesia.
De veintitrés banqueros quebrados, ni uno iba a misa. En la iglesia, la conciencia grita más fuerte, y en el sermón, la palabra del cura despierta muchos remordimientos.
De cuarenta almacenes que abren el domingo, no hay diez que prosperen realmente.
Me siento anonadado por el peso de estas cifras que he comprobado yo mismo, pero lo confieso; noto en el fondo de mi alma cierta satisfacción al ver que nuestro Dios hace justicia, aun aquí abajo, a los rebeldes que lo abandonan, lo desprecian y profanan su ley santa».
Oración
Heme aquí, ¡oh bienaventurada Virgen de quien vino a luz Dios y hombre para salud del hombre infiel! Heme aquí en la presencia de tu bondadoso Hijo y tuya, Madre benignísima, confesando mi pecado y gimiendo y llorando a la vista de mi gran miseria. Ruégoos, bondadoso Señor, ruégoos, Madre amable, a Vos, Señora, por la verdad que está en vuestro Hijo, a Vos, Señor, por aquel singular amor con que instituísteis a la Madre singular esperanza nuestra, que inclinéis esos clementísimos ojos a mi pequeñez y abráis sobre mi alma las fuentes de salud y de gracia. Pruebe en mí mismo, bien que pecador vilísimo, y experimente la inmensidad de vuestras entrañas amorosas y el misterio de vuestra filiación y de vuestra maternidad. Corrido estoy de pensar que a uno y otro ofendí; pecando contra el Hijo ofendí a la Madre, pecando contra la Madre hice al Hijo gravísima injuria. ¿Qué remedio me queda, oh mi Dios? ¿Quién pondrá paz entre mí y el Hijo, si conmigo está enojada la Madre? ¿Quién aplacará a la Madre, si contra mí está el Hijo grandemente irritado? Pero si a los dos hice mucha ofensa, los dos son prontos y largos en perdonar. Huya el reo de Dios justo a la Madre piadosa de Dios misericordioso, y huya el reo de la Madre ofendida al piadoso Hijo de la benigna Madre. Acójase a los dos el reo de los dos; póngase entre el Hijo y la Madre y diga: Piadoso Señor, perdonad al siervo de vuestra Madre; piadosa Madre, perdonad al siervo de vuestro Hijo; bondadoso Hijo, aplacad a la Madre; Madre benignísima, aplacad al Hijo, y poned concierto entre él y este siervo vuestro. Si me pongo entre dos tan inmensas piedades, no caeré entre dos tan poderosas severidades. Por la verdad que confieso, y la indulgencia que imploro no vea yo confundida la esperanza que en Vos, Señor, y en Vos, Madre mía, he puesto (S. Anselmo).