Meditación del día

… para el mes de Febrero

Entrada

Madre y a la vez esclava de Dios; a ella somos deudores de ver borrada la culpa y devuelta la gracia; dio al mundo paz, a los hombres Dios, a los vicios fin, concierto a la vida, orden a las costumbres (S. Lorenzo Justiniano).
Es verdad que aun en medio de esta región tenebrosa de los tristes desiertos del mundo, hay millares de edenes en donde podemos trabajar al rumor de aguas vivas, y conversar con Dios en las horas frescas de la jornada, y aún pasar de un edén a otro, según nos solicite la flaqueza o la fuerza de nuestro amor. Mas por de pronto, encerrémonos en el jardín de los dolores de María, pues es uno de los paraísos más agradables a Dios, y en él no podemos trabajar sino a la sombra de su presencia.
El amor de Jesús es quien embalsama el aire puro de esa mansión. Teniendo el amor del Señor, allí es donde debemos retraernos como en una celda; y allí cesará de mortificarnos, durante algún tiempo, ese mundo para el cual somos tan poca cosa (P. F.G. Faber).

Meditación

Lo que caracteriza a los santos

El carácter particular de los santos es que están siempre alegres.
Un santo es una pobre criatura humana convencidísima de que no es nada, de que no tiene nada, de que no puede nada.
Una pobre criatura humana que ha oído el llamamiento de Dios y que, en su miseria, se ha dirigido sencillamente a Él, se ha aficionado a Él, se ha entregado a Él y le ha pedido la gracia de servirle. Y hela ahí, bajo la dependencia de Dios, haciendo todo lo que está en su mano para no desagradarle; volviendo a Él en cuanto nota que se ha apartado un poco de Él, contenta con el trabajo que Él le permite hacer, y viviendo tranquila, apacible, feliz, segura de que Dios, siempre bueno, siempre santo, siempre misericordioso, le amará como una madre ama a su hijo.
Sólo que una madre no puede todo lo que quiere para su hijo, y Dios lo puede todo.
Una madre puede engañarse en los cuidados que da a su hijo y hacerle mal precisamente cuando procura hacerle bien; Dios no puede engañarse; todo cuanto hace es bueno.
Una madre no puede impedir los sucesos que entristecen a su hijo, ni desviar los accidentes que podrían perjudicar su salud o sus bienes; Dios lo puede siempre, y si no detiene los malos designios de las criaturas racionales, puede cambiarlos siempre o atenuar sus efectos.
Una madre, a pesar de su ardiente deseo, no puede suavizar las amarguras de la vida, ni cambiar en alegría todas las tristezas, ni sacar bien de todas las cosas malas; Dios puede todo eso.
Una madre, en fin, no está siempre al lado de su hijo; ha de permitir que se aleje, y aun alejarse de él ella misma algunas veces, lo cual, para uno y para otra, no deja de ser una pena desgarradora; Dios, en cambio, está siempre al lado del que le ama y le sirve.
¿Qué es necesario para que estos pensamientos nos rodeen y nos penetren con su vida? Estar con Dios como un niño amante está con su madre, trabajando por ella y junto a ella, esperándolo todo de ella, haciéndolo todo por ella, confiando enteramente en ella; en una palabra, ser santo, porque un santo no es más que esto, pero esto lo es todo.
No es que el santo deje de tener sus horas de padecimientos. Como todos los demás hombres, tiene sentidos que se impresionan con la intemperie de las estaciones y los dolores de la enfermedad; posee un corazón delicado, por lo cual siente con viveza los procedimientos descorteses, las faltas de atención, los olvidos, la malevolencia, las ingratitudes; está dotado de un espíritu vivo y penetrante, por lo cual ve con exactitud las faltas de los demás, su orgullo, su fatuidad…
Pero todo esto, antes de llegar a él, pasa, por decirlo así, por la criba de la voluntad de Dios; pierde una parte de su dureza, de su desazón, de su amargura, y llega a un estado y produce en su alma un efecto que no pueden comprender los que no son santos.
La alegría en los dolores, la paz en las humillaciones, la sonrisa en medio de las lágrimas que arranca el dolor, el deseo de padecimientos, el entusiasmo en las privaciones, la felicidad en el desprecio, la paz y la serenidad ante personas antipáticas u hostiles, la busca solícita de todo trabajo penoso y fastidioso… son actos ridículos a los ojos del mundo, imposibles o exagerados a los ojos de los cristianos ordinarios, pero sencillos y naturales a los ojos de los santos; la historia de la Iglesia nos lo demuestra en cada una de sus páginas.

En los pormenores de su vida, los santos están siempre contentos de la acción de Dios sobre ellos. Siempre hallan bueno lo que Dios quiere, lo que permite, lo que hace. Viven llenos de paz, de serenidad, de alegría; no se quejan de sus superiores, ni de su familia, ni de las personas con quienes viven, ni de su posición, ni de su vida ignorada, desconocida y aun despreciada, ni de sus dolores físicos. Sirven a Dios con la mayor fidelidad que les es posible; aman a Dios con todo su corazón; se ven amados de Él y esperan tranquilamente la hora de unirse a Él.
¡Oh, cuán bueno es ser santo!

Oración

¡Oh Señora, Madre de Dios, refugio mío, vida y defensa mía, arma, gloria, esperanza y socorro mío! Concédeme que yo goce de tus inenarrables bienes en la celeste eternidad. Bien sé que tienes la omnipotencia de Dios en tu mano, que concurre con tu voluntad, porque eres Madre del Altísimo, y por esto me atrevo a pedirte con tan grande confianza (S. Germán).

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Jaime Solá Grané

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