Entrada
María, Madre de Dios. ¿Qué más pudieran decir los evangelistas de las grandezas de esta Virgen? ¿No basta que atestigüen que fue Madre de Dios? (Sto. Tomás de Villanueva).
Arca gloriosísima de divina alianza, que nos da en nuestro destierro, no un maná efímero, sino pan de ángeles y sustento de predestinación (Eadmero, monje cantuariense).
Resplandeciente norte de esperanza que brilla en el cielo con indeficiente claridad: en ella depositan los cielos y la tierra su confianza (Misal de Cluny).
Inmaculada, intemerada, incorrupta y de todos los modos santa y ajenísima de toda mancha de pecado (S. Efrén).
Asidua en meditar las divinas letras. ¡Oh Virgen Santísima! ¡y qué venas tan caudalosas, y qué raudales tan copiosos pasaron por la roca de tu pecho, fuerte de tantos lugares de la Escritura! (Ab. Ruperto).
María amó al Señor con todas sus fuerzas. Es consecuencia del corazón y del alma que totalmente ama a Dios. –Pero quiere esto decir, que era tal la intensidad de este amor, que no retrocedía ante nada.. estaba dispuesta a todo…, al mayor sacrificio si era necesario para este amor. –Y, efectivamente, Dios la exigió sacrificios como a nadie… y por amor de Dios, de esta manera tuvo que sufrir como nadie, ya que el dolor y el sufrimiento están en razón directa del amor… Y, sin embargo, no la importó nada todo esto… Esa fue la vida de María siempre…; nunca se quejó de sus sufrimientos…, nunca la pareció demasiado grande ningún sacrificio…, nunca dejó de hacer nada, con prontitud y generosidad, de lo que la pedía la voluntad de Dios. –Examina, ante este ejemplo de tu Madre, tu amor a Dios… ¿Es así como le amas?… ¿Puedes decir que cumples con exactitud ese primero y más importante mandamiento?- Pregúntate despacio y responde con sinceridad si tú también puedes decir que amas a Dios con todo tu corazón, con toda tu alma…, con todas tus fuerzas… y que estás dispuesto a dejarlo todo antes que perderle y dejarle a Él (P. Ildefonso Rodríguez Villar).
Meditación
La escala del cielo
Tenía yo mucha, mucha necesidad de la Santísima Virgen.
La llamaba como llama el niño a su madre, a quien ve allá, muy lejos.
La veía allá arriba en el cielo.
La veía como siempre, con su dulce sonrisa de madre. Me tendía los brazos, me decía: Ven.
Me lancé para ir a Ella.
Me pareció que mi pobre alma, en figura de paloma, emprendía el vuelo para elevarse.
Mas las alas estaban como paralizadas. La paloma se agitaba, trataba de remontarse… No podía.
Desde lo alto, María seguía diciéndome: Ven.
Yo seguía llamándola, lloraba.
Cuando he aquí que mi ángel bueno me dice: Reza.
Como por instinto, vinieron a mis labios las piadosas invocaciones de la Letanía:
¡María, Madre de Dios!
¡María, Madre de gracia!
¡María, mi esperanza, mi refugio!…
Y a medida que estas palabras salían de mis labios, las veía tomar una forma.
Se alargaban en tallos delgados, delicados, colocándose uno encima de otro como escalones.
Entonces mi pobre alma, levantándose un poco, subió el primer escalón, después el otro, acercándose siempre a la Santísima Virgen, que le decía:
¡Ánimo!
Al llegar a la invocación:
María, puerta del cielo,
Me hallé estrechado en sus brazos; estaba con Ella.
Sí, sí; cada palabra de una Oración salida de un corazón amoroso, es un escalón que acerca a Dios.
¡Gracias, Dios mío, por este pensamiento!
Oración
Ya quiero, Señora, vivir en la mar, desde que sé que tú eres su estrella, y aun es justo que lo formen lágrimas de mis ojos habiéndote tantas veces agraviado con no mirar por la veneración que debemos todos a tu Hijo. No me falte la consoladora luz de tal estrella, y dejaré mi navecilla correr por todos los piélagos que hermosea su vistosa claridad, ora buscando en los dolores de Cristo ocasión para soltar mis lágrimas, ora en mis pecados y en las tristezas de mis prójimos. Desdichado de aquel que nadando en las delicias del puerto tiene atracada a la orilla su barca y no la deja navegar al alcance de tu luz. Si a la mía embaten fieros vientos y duras tormentas, si olas de tribulación y amargura la azotan y amenazan sumergirla, no temeré mientras me alumbre un rayo de tus resplandores (S. Buenaventura).