Entrada
Tanto el rezo del Angelus como del Rosario deben ser norma para todo cristiano, y aún más para las familias cristianas, como un oasis espiritual en el curso de la jornada, para tomar valor y confianza (Juan Pablo II).
Quiero exhortaros a descubrir de nuevo y valorar cada vez más el santo Rosario como oración personal y en familia, dirigida a quien es Madre de cada uno de los fieles y Madre de la Iglesia (Juan Pablo II).
En los misterios del santo Rosario contemplamos y revivimos los gozos, dolores y gloria de Cristo y su Madre Santa, que pasan a ser gozos, dolores y esperanzas del hombre (Juan Pablo II).
María, medianera que, como excede a todos los santos en dignidad y en gloria, los excede también en la solicitud que en nuestros negocios tiene, nacida de su inmensa caridad (S. Buenaventura).
A los demás se dio parte de la gracia, mas a María toda la plenitud de la gracia se le comunicó (S. Jerónimo).
El Rosario es una corona de gloria y de diamantes, que son los méritos; y de oro, que es la caridad; con ella corono a la Virgen cada vez que lo rezo (Bto. Alano).
Invencible y solícito escudo de salud. No hay ninguno, Señora, que pueda detener las heridas del cuchillo del Señor sino tú, que eres su más amada, y aquella por quien primero cobramos la misericordia de Dios (Fr. Ambrosio Montesino).
Augusta Señora, la cual está dando continuos recuerdos a la divina misericordia, e inclinándola a que nos haga bien, y eso muchas veces en que nosotros estamos obrando mal e irritando su justicia (S. Buenaventura).
Meditación
El homenaje de la servidumbre
El hombre es un animal. La cosa es verdadera, aunque la expresión parezca un poco fuerte en su sencillez. Y Dios ha querido hacerse adorar y amar por animales racionales. Animales racionales que van, por lo tanto, a servir a Dios conforme a su naturaleza: Van a proferir gritos, con ritmo o sin él; van a llorar; van a callarse extendiendo los brazos; van a moverse, a correr de izquierda a derecha; van a ir y venir sobre el suelo; van a gesticular, y todo esto estará muy bien, porque obrarán como lo que son.
Y en honor de su Dios amasarán mortero, revolverán arcilla, harán casas con tierra cocida, que serán las iglesias. Antiguamente levantaban a Jehová una tienda de pastores en el desierto sin agua.
Y después harán ruido, para mostrar que están contentos o tristes; cantarán; grabarán figuras en las piedras; encenderán fuego en el extremo de unas varitas de cera, y harán humear resina en el fondo de un bote de metal.
Y con esos movimientos, con esos cantos, con esos ritmos, con esos humos y con esas llamas, compondrán la liturgia de los hombres, el culto de los animales racionales que sirven al Señor de todas las cosas.
Dios mío, admiro en tu Iglesia ese gran respeto por todo lo que es corporal. El cuerpo es una cosa santa, puesto que tú has divinizado a esos animales racionales, que somos nosotros mismos, y puesto que el Verbo se hizo carne y vino a morar bajo nuestros techos. ¡Cuánto tengo que agradecerte por no haber despreciado al cuerpo que sufre y que gime, instrumento del pensamiento y de la virtud! Sin un cerebro, no habría alma bautizada, y sin nuestros corazones, en los que tu amor ha puesto un latido más acelerado, ¿quién de entre los animales podría luchar en tu servicio?
Venero las manos de los apóstoles, que curan a los heridos, y derraman conchas llenas de agua bautismal sobre la frente de los infieles; amo y respeto el cuerpo de tus Mártires. La llama que quemó a S. Lorenzo o a S. Policarpo, la vaca furiosa que desgarró a santa Perpetua, la espada que cortó el cuello de santa Inés, hubiesen sido impotentes contra puros espíritus, pero los cuerpos de tus santos han sufrido, y tú te has ocupado de ellos.
Has divinizado admirablemente nuestra miseria, desde que has consagrado a tu servicio todo nuestro cuerpo.
Amar al cuerpo es respetarle por todo cuanto sufre y por todo cuanto prepara; porque es el obrero de todas las tareas, y lucha sin tregua bajo una dura consigna. Amarle es saber que está enfermo desde el primer pecado de la raza; pero que, a pesar de sus heridas, tiene la misión de reconquistar dolorosamente todo lo que ha perdido, hasta que se vea revestido de gloria, y libre de todos sus enemigos.
Ten, Señor, piedad de nuestra pequeñez, y de nuestros pobres recursos, y de nuestras pinturas y de nuestras imágenes, y de nuestros ventanales y de nuestros pesados edificios. No desdeñes la cabaña en que el misionero establece su capilla, sobre dos cajas vacías; no desdeñes el cántico que voces desentonadas hacen resonar en la iglesia del pueblo, después del rezo del mes de María; mira con piedad el incensario abollado, que el niñito de coro balancea en sus manos, y cuando el sacerdote entone en el altar el Oremus, Señor, piensa que es tu pueblo el que ora, ese pueblo al que la muerte domina y estraga, ese pueblo confinado en el cuerpo y la materia, ese pueblo, sí, de animales que andan a tientas e inseguros, a menudo abatidos por los golpes de la desgracia, y casi nunca despiertos de sus largas pesadillas.
Pueblo tuyo.–Te pertenece. Es un rebaño. Tú lo sabes, lo has dicho. Tú has comparado espontáneamente su muchedumbre a los corderos. Te servirán como pueden, persuadidos de que, si algunos presumidos, avergonzados de ser hombres, los encuentran groseros y materiales en sus adoraciones, tú que les has hecho así, no tendrás siempre más que ternura para con todos esos cuerpos, por el tuyo redimidos.
Oración
No hay una sola pena que no podáis, que no sepáis consolar, oh María.
No hay una tristeza que no podáis disipar.
No hay una virtud que no podáis ayudarnos a adquirirla.
No hay un defecto que no podáis disminuir en nosotros.
No hay un consuelo que no podáis dar.
No hay una enfermedad que no podáis consolar, o curar, o hacer provechosa, ora sea del cuerpo, ora del alma, del corazón o de la inteligencia…
No hay un obstáculo que no podáis hacer desaparecer.
No hay un esfuerzo que no ayudéis a sostener.
No hay ni siquiera la más pequeña buena voluntad que no sepáis hacer meritoria.
No hay un desgraciado, un culpable, un perdido, a quien no podáis conseguir el perdón.
No hay un desesperado a quien no podáis infundir un sentimiento de esperanza.
No hay un ser abandonado de todos, un ser degradado, un ser que ni siquiera os ame, ni ame a Dios, hacia el cual no os sintáis atraída, y por el cual no os intereséis (Mons. Sylvain).