Meditación del día

…para el mes de Septiembre

Entrada

María, madre de la eterna Luz (Blosio).

Y ella misma luz, que, bien que niña, ya esparció en derredor suyo nunca vista ni pensada claridad (S.Juan Damasceno).

Remuneradora la más generosa que se puede imaginar: siempre nos devuelve con creces nuestros dones, y por obsequios exiguos nos concede inestimables riquezas de su gracia (S.Atanasio).

Ilustre vástago de la noble estirpe de Jesé, tronco ella misma de nueva y más alta prosapia (S. Anselmo).

Alegre y nuevo día, que con la venida a la tierra de esta criatura singular se abrió sobre el mundo para llenarlo de nueva vida (El Sabio Idiota).

La Pasión fue el sacrificio de Jesucristo en la Cruz, y la Compasión fue el sacrificio de María al pie de la Cruz, su ofrenda al Eterno Padre, ofrenda de una criatura sin pecado, consumada para expiar culpas ajenas. Ella ganaba con sus dolores lo que nosotros pecadores habíamos de aprovechar; por aliviar nuestros corazones echaba Ella sobre el suyo tan terrible carga; sus tinieblas eran nuestra luz; su agonía, nuestra paz; su Hijo, nuestra víctima; nuestra vida, su martirio.

Juntas subieron al cielo su ofrenda y la de Jesús, como dos granos de incienso en una misma naveta, diferentes, sí, pero inseparables; ciertamente no confundidos, pero unidos indisolublemente; juntos subieron al cielo los crujidos de la flagelación de Jesús, y los sordos gemidos del corazón de María; junto con la gritería de las turbas que demandaban la liberación de Barrabás, llegó también al Eterno Padre, como armonía regalada, el suspiro angustioso de su Hijo predilecto; junto con el hueco son de los martillazos, resonaron en el trono del Altísimo los latidos de aquel corazón sin mancha; junto con aquellas Siete Palabras de eterna memoria, fueron las secretas efusiones de aquella celestial criatura que tan hondamente había penetrado los arcanos del Criador; tras aquel clamoroso grito de Jesús, se oyó en los cielos el eco que le repetía en el corazón de su Madre. He aquí cómo y por qué las ofrendas de Jesús y de María fueron presentadas como en un solo haz en el ara de la Cruz, compuestas de una misma sustancia, exhalando un mismo aroma, consumidas por un mismo fuego; he aquí cómo y por qué hemos dicho que la Compasión de María tiene carácter de sacrificio expiatorio (P. Faber).

Meditación

LA GRACIA DEL BAUTISMO

Cristianos, aquellas palabras: Yo te bautizo, y aquellas pocas gotas de agua que derramaron sobre vuestra cabeza en el día de vuestro bautismo, son el mayor favor que la criatura puede recibir de la bondad de Dios: son el principio de vuestra predestinación, y el origen de vuestra felicidad eterna.

Dios, dice S. Pedro, nos ha hecho por Jesucristo una grande y preciosa gracia: gracia tan grande y tan preciosa, que nos hace participantes de la naturaleza divina.

Cristianos, dice S. Pablo, vosotros no habéis recibido un espíritu de servidumbre y de temor como los judíos, sino un espíritu de amor y de adopción, que nos da el poder de decir a Dios con toda seguridad, Padre nuestro.

A la verdad, esta filiación no es visible ni sensible a vuestros ojos; pero aunque insensible, excede a toda filiación humana. El hijo a quien habéis dado la vida como padres carnales no es tan perfectamente ni tan realmente vuestro hijo, como vosotros sois hijos de Dios por la gracia del Bautismo.

Los primeros cristianos preferían la gloria de ser hijosde Dios a las mayores dignidades del mundo. Nosotros somos cristianos, decían a los tiranos: ved aquí nuestro nombre, nuestra cualidad, nuestra profesión; y nosotros debemos sacrificarlo todo primero que perder esta cualidad, que es la primera prerrogativa que nos da la gracia del Bautismo.

El Bautismo nos hace miembros de Jesucristo. Se distinguen dos cuerpos en el Hijo de Dios, un cuerpo natural y un cuerpo místico: el cuerpo natural es aquel que tomó en las castas entrañas de la Virgen santísima, cuerpo formado por la operación del Espíritu Santo, cuerpo en otro tiempo pasible y mortal, y al presente glorioso e inmortal, que conserva sobre nuestros altares y que está coronado de esplendor en el cielo. El cuerpo místico de Jesucristo es su Iglesia, del que nosotros somos miembros y Jesucristo cabeza. Él inspira la castidad a las vírgenes, el celo a los Apóstoles, la ciencia a los doctores, el amor de la verdad a los confesores, el silencio y el retiro a los solitarios, la mortificación a los penitentes, la caridad a los cristianos. Pues a esta cabeza tenemos nosotros el honor de haber sido unidos por el Bautismo.

Yo soy todo transformado en Dios por este Sacramento, exclama S. Gregorio Nazianceno: yo soy un hombre todo divinizado; ya no soy yo mismo, todo soy otro; vedme aquí una nueva criatura en Jesucristo. No seamos, dice S. Agustín, miembros corrompidos y podridos, que merezcan ser cortados y separados del cuerpo, sino miembros aptos y sanos unidos al cuerpo, y que vivan en Dios y para Dios.

¿No sabéis, dice S. Pablo, que vuestros miembros son el templo del Espíritu Santo, que vuestros ojos, vuestros oídos, vuestra boca, vuestra lengua, vuestras manos y vuestros pies sirven al Espíritu Santo y le están consagrados? Esta misteriosa consagración se hace en el Bautismo.

El Bautismo es un tratado de alianza que hacemos con Dios. Es preciso observar las promesas que hemos hecho en él, vivir según el Evangelio de Jesucristo, es evitar lo que prohíbe, y practicar lo que manda; es renunciar al pecado, y vivir de la vida de Jesucristo. Ved aquí nuestra obligación, y la perfección a que somos llamados desde que recibimos la gracia del Bautismo.

El primer grado de la libertad cristiana, dice S. Agustín, es no cometer ningún crimen. Debemos tener gran cuidado de evitar aquellos pecados que con un solo golpe matan al alma, y un verdadero cristiano nunca los comete. La doctrina de este santo Doctor es conforme a la de S. Pablo, quien nos enseña que un cristiano después de su bautismo debe considerarse como un hombre muerto al pecado, y sepultado con Jesucristo. Un muerto ya no tiene ningún ardor para los placeres, ninguna pasión para las riquezas, ni ninguna ambición para los honores: es insensible a las afrentas y a los menosprecios; en una palabra, ya no le mueven las cosas de este mundo. Debemos mirarnos como sepultados con Jesucristo.

El que está sepultado ya no tiene nada común con los hombres, ni los hombres con él. Ved aquí el estado en que deberíamos estar nosotros después que nuestros pecados quedaron anegados en las aguas del Bautismo: sería preciso permanecer siempre en este estado de muerte, y no volver nunca a sumergirnos en los desórdenes a que hemos renunciado.

Los primeros cristianos no necesitaban decir que estaban revestidos de Jesucristo: bastaba verlos andar, oírlos hablar, examinar sus acciones y su conducta para conocerlos. Si estamos, pues, vestidos de Jesucristo, y traemos la semejanza de Jesucristo, muéstrese en nuestras costumbres su caridad, su humildad, su pureza y la santidad de su vida: en una palabra, no se vea sino Él en nosotros.

Oración

Asístenos, ¡oh santísima y benditísima Señora! con tu consejo y con tu poder en todas nuestras necesidades. Nadie más pronto que tú en socorrernos, nadie más poderoso, nadie más eficaz, nadie más amable, más gracioso ni más dulce.

Suavemente suenas en la boca del que te alaba, y no es decible cuánta suavidad derramas en el corazón del que te ama y en el ánimo del que lo tiene siempre vuelto hacia ti.

No hay sexo, ni edad, ni condición, ni tribu, ni pueblo, ni lengua que pueda llegar a tu magnificencia. Eres luna en el firmamento, candelabro puesto en la mitad del mundo, árbol de vida plantado en medio del paraíso; eres escogida mirra, saludable piscina, aromática vara de cedro, manojo de incienso y mirra en los pechos del esposo, frondoso cedro que extiende sus ramas de gracia y de salud. No hay palabra que cuadre a tu grandeza, y por tanto te diré que eres sobrebenditísima, más que muy escogida, más que muy hermosa, más que muy graciosa, y sobre manera muy superior a toda gloria. Basta decir que eres madre de aquel que da la gracia y la gloria, y el honor, y la eternidad (S. Anselmo).

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Jaime Solá Grané

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