Entrada
Inmaculada y purísima Virgen, cuyo fruto lo fue para alegría; pues ni en su alumbramiento hubo lugar para el dolor ni en su muerte para la pena. Porque la vida de este fruto transcendía sobre la naturaleza, nadie podía pedirla como deuda (Liturgia antigua).
Auxilio poderosísimo de los fieles contra toda suerte de enemigos; ella pone en vergonzosa fuga a la septiforme turba de enemigos que nos combaten (S. Alberto Magno).
Todo lo que significa tu nombre tu gloriosísimo, todo es eres, ¡oh María! estrella del mar, mar de amargas aguas y señora. Estrella del mar, porque des?arrebozas las tinieblas que envuelven el mundo con el rayo de eterna luz que sobre él envías; océano de amarguísimas aguas, porque en la pasión de tu Hijo todas las tribulaciones hicieron entrada en tu corazón; y eres también señora, porque subiste a tomar asiento junto a Cristo en el cielo, dominando desde allí sobre los ángeles, los querubines, los serafines. Así, pues, eres estrella por la luz que envías; eres mar amargo por la compasión; señora por la glorificación; estrella por tus virtudes, mar amargo por tu gran piedad, señora por tu potestad. ¡Oh Señor Dios! ¿cómo podré corresponder a tanta merced de ti recibida? ¿Qué podré yo hacer porque a mundo puesto en tanta amargura e iniquidad, tan sumido en densas tinieblas, tan apartado de puerto y de orilla, bogando tan perezosamente, tan peligrosamente sobre océanos tempestuosos, le diste tan noble solaz, tan dulce amparo, tan eficaz apoyo, tan piadoso y abundante socorro en la persona de María Santísima, que nos es más que brillante estrella que luce sobre nosotros? Aquí puedo yo también decir: ¡Oh noche venturosa, oh benditas tinieblas, que tan clara estrella nos has merecido! Ciertamente que esta noche es iluminación que recrea toda mi alma (S. Buenaventura).
Meditación
SUFRIMIENTO DEL INFIERNO
Coged primero la cizaña,
y haced gavillas de ella para el fuego
(Mt 13, 30).
Los pecadores que abusan demasiado de la misericordia divina van a arder para siempre en el fuego del Infierno. No nos amenaza Dios con el Infierno con el objeto de enviarnos allá a padecer, sino para librarnos de él.
Es cosa cierta y de fe, que hay Infierno. Después del juicio final irán los justos a gozar de la gloria eterna del Paraíso, y los pecadores a sufrir el eterno castigo que les está reservado en el Infierno. Examinemos qué cosa es el lugar de tormentos, como le llamó el desgraciado Epulón.
Cuando el pecador ofende a Dios, comete dos delitos graves: abandona a Dios sumo bien, y se adhiere a la criatura, de quien no puede recibir contento alguno verdadero. Se lamenta el Señor de esta injusticia que le hacen los hombres, diciendo: Dos maldades ha cometido mi pueblo: Me han abandonado a mí, que soy fuente de agua viva, y han ido a fabricarse algibes, algibes rotos, que no pueden retener las aguas (Jer 2, 13). Porque los pecadores le han vuelto la espalda, serán atormentados en el Infierno con la pena de daño. Y porque ofendiendo a Dios se han adherido a las criaturas, juntamente serán atormentados en el Infierno por las mismas criaturas, especialmente por el fuego.
El fuego y los remordimientos de la conciencia castigarán principalmente la carne del impío; por esta razón Jesucristo, condenando a los réprobos al Infierno dice: Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno. Porque ha de ser este fuego uno de los verdugos más fieros que han de castigar a los condenados.
Dice San Agustín, que el fuego de aquí, comparado con el del Infierno, es solamente una pintura.
Además, este fuego atormentará al condenado, no solamente por fuera, sino también por dentro; y arderán las entrañas dentro del vientre, el corazón dentro del pecho, el cerebro dentro de la cabeza, la sangre dentro de las venas, y la médula dentro de los huesos. David dice, que los cuerpos de los condenados serán como otros tanto hornos de fuego.
El mismo fuego llevará consigo la pena de la obscuridad, mientras con su humo formará aquella tempestad de tinieblas de que habla Santiago, que ha de cegar los ojos a los condenados (Jac 12, 13). Por lo que el Infierno se llama «tierra tenebrosa y cubierta de las negras sombras de la muerte; región en donde todo está sin orden y reina un horror sempiterno» (Job 10, 21,22). Causa compasión el oír, que un delincuente está encerrado en un calabozo diez o veinte años. El infierno, pues, es un calabozo encerrado por todas partes, en el cual jamás entra ni un rayo de sol, ni un resplandor de candela, porque el infeliz condenado «ya no verá jamás la luz» (Sal 48, 20). El fuego de este mundo ilumina; pero el del Infierno será siempre obscuro. San Basilio dice que «en el Infierno distingue el fuego que abrasa, de la llama que brilla; y que este fuego solamente ejerce la facultad de abrasar, pero no la de iluminar». Santo Tomás añade: solamente habrá allí la luz suficiente para atormentar a los réprobos con la vista de los demonios y de los otros condenados. San Agustín escribe: que solamente el espanto que causa la visita de estos monstruos y fantasmas infernales bastaría para matar a todos los condenados, si pudiesen morir.
El condenado se verá atormentado de la extraordinaria fetidez que hay en el Infierno, fetidez que dimanará de los mismos cuerpos de los réprobos. Por eso los condenados se llaman cadáveres, no porque estén muertos, porque ellos están y estarán siempre vivos para padecer; se llaman cadáveres por la fetidez que exhalan. ¡Cuán terrible sería la pena del que estuviese encerrado en un aposento con un cadáver frío y fétido! Pues todavía hiede más el cuerpo de un condenado. San Buenaventura dice: que si estuviese en la tierra el cuerpo de un condenado, sería bastante el hedor que exhalaría para matar a todos los hombres. Dicen algunos necios mundanos: «si voy al Infierno, no seré y solo el que me condene» ¡Desdichados! no consideráis que habéis de penar en el Infierno, tanto más, cuantos más sean los compañeros que tengáis. «Allí, dice Santo Tomás, la compañía de los desgraciados no disminuirá las penas sino que las acrecentará». (S. Thom supp. q. 86 art.). Las acrecentará, porque cada uno de los condenados sirve de tormento a los otros; y por eso, cuando más sean, más se atormentarán mutuamente. Los condenados, puestos en medio de aquel horno del Infierno, serán como otras tantas espinas que se hieren recíprocamente al menor movimiento.
Se atormentan, igualmente, con los lamentos y los gritos que dan. ¡Desdichados réprobos, que han de estar oyendo continuamente los llantos y los aullidos de aquellos desesperados, no solamente una noche, ni mil noches, sino por toda la eternidad, sin cesar jamás un momento.
Al menos, si de cuando en cuando lograse algún refrigerio o algún reposo, no sería tan infeliz. Pero dice San Cipriano: «que allí no hay ningún refrigerio, no hay ningún reposo, sino una desesperación más insufrible que todos los tormentos». Mientras vivimos en esta vida, siempre nos resta algún alivio o consuelo, cualquiera que sea el mal que padezcamos. Pero los infelices condenados han de estar en aquella sima de fuego siempre padeciendo, siempre llorando, sin lograr jamás un momento de reposo. ¡Si en medio de aquellos tormentos, hubiese al menos algunos que se compadeciesen de ellos! Mas no, al mismo tiempo que están tan afligidos, no cesan los demonios de echarles en cara sus pecados, diciéndoles: Sufrid, arded, desesperaos; vosotros mismos os habéis labrado vuestra propia ruina; todos es obra vuestra. Pero los Santos, y la divina Madre de Dios, que se llama madre de misericordia, al fin, ¿no se compadecerán de ellos? No, porque aquel no es ya lugar donde llegan los efectos de la compasión, sino de desesperación. La divina Madre no puede tampoco compadecerlos, porque ellos aborrecen a su Hijo. Y Jesucristo, que murió por su amor, no puede tampoco tener piedad de ellos, puesto que despreciaron el amor que les tuvo, y quisieron perderse voluntariamente.