Entrada
Maestra de toda disciplina, que sin pesadumbre infunde en el ánimo la luz de toda doctrina (Bto. José de Stienfeld).
Asombro y estupor del entendimiento angélico. (S. Germán).
Resplandor de los ángeles, tutela del hombre, llave del cielo (S. Efrén).
Inmaculado sacrificio (S. Tarasio).
Aquella purísima carne de donde tomó carne el Hijo de Dios, creer que fue entregada a los gusanos para que la comiesen como no lo puedo creer, así no oso decirlo (S. Agustín).
Aurora que abre las flores, esto es, los entendimientos humildes, y deja en ellos el rocío de la gracia para darles la virtud del bien obrar (M. Villaprado).
¡Oh imponderable misericordia de Dios hacia nosotros, que para poder usar con el hombre de clemencia, no sólo nos dio el poder vivir y tratar con el mismo supremo juez, en la persona de Cristo, Dios y hombre, de quien nos ha de venir la sentencia, sino que además le aconsejaron sus entrañas de misericordia darnos una defensora ante su tribunal en la persona de María Santísima, Señora de la gloria; y así siendo reos lográramos premio y no sentencia de condenación, gloria y no eterna confusión y vergüenza! Y ¿en quién no hace esto nacer suavísima confianza de que la sentencia se incline del lado de la piedad, y que de donde puede esperar pena saque en cambio triunfo? (S. Buenaventura).
Meditación
EL DON DE SÍ Y LAS FALTAS PASAJERAS
Nada se opone tanto a este don como el pecado, que es el amor desordenado de sí, el egoísmo, y, sin embargo, verdad es que hasta las almas entregadas, y entregadas mil veces a Jesús, cometen faltas todavía.
La contradicción es tan sólo aparente e importa a la paz del alma comprenderlo bien.
Dos amores, como dice San Agustín, se disputan el dominio del alma: el amor de Dios y el amor propio. El amor de Dios, llevado hasta el desprecio de sí, es el amor perfecto. El amor de sí exagerado, hasta el odio a Dios, es el pecado mortal, la destrucción del reinado de Dios en el corazón.
Cuando domina Dios en el alma, es sobrado poderoso para aplastar a su adversario el amor propio, mas se contenta con derribarlo y con tenerlo humillado bajo su cetro. Dios no quiere que el amor propio desaparezca de pronto del corazón del hombre de que toma posesión sino que le consiente vivir allí, aunque en estado de servidumbre y humillación. Y son numerosas las razones que le asisten para obrar de este modo y hasta quiere que el alma entrevea algunas.
Primeramente, no sería muy glorioso para Dios el dominar a un enemigo muerto, pero permitir que el adversario habite en la plaza conquistada, forzándolo al respeto y a la sumisión, desafiarlo a resistir su poder, ya es prueba a la vez de generosidad y de fortaleza.
Por otra parte, la amenaza del enemigo, presto siempre al ataque, estimula la vigilancia. Si no tuviera el alma que combatir se dormiría en indolencia y entonces ¿dónde encontrar la virilidad de la virtud?, ¿dónde el mérito?
Mas también, si hay lucha, se debilitará a las veces el alma, y he ahí el pecado, inevitable condición de este incesante combatir a que Dios condenó al hombre acá abajo. Si quiso la lucha tiene que permitir la caída. Su gloria consistirá en sacar bien del mal y en no ceder al enemigo más que efímeras victorias.
Además, la permisión del mal es, en la mente divina, la mejor salvaguarda de la humildad.
El alma humana tiene manifiestos errores con respecto a su propio mérito. Fuera de los santos, nadie en este punto se hace justicia a sí mismo. El alma necesita repetidas experiencias cotidianas para que con el tiempo deje de atribuirse méritos que no tiene y necesita que a cada momento venga Dios a recordarla su absoluta impotencia para el bien, sin el auxilio de la gracia. Por esto permite Dios repetidos deslices y hasta permite que el alma quede ligada a defectos de carácter, a impaciencias, quisquillas y envidiejas.
Bajo estas apariencias de imperfecciones oculta Dios perfecciones reales que infunde en el alma y desarrolla diariamente, ya sin ella notarlo, ya con su generoso concurso.
Por lo demás, las faltas del alma entregada a Dios no arraigan en ella, pues a medida que estas malas hierbas estorban, se las arranca. La buena planta, por el contrario, crece sin cesar y sin cesar se desarrolla.
De ahí que a diario borremos por medio de la contrición todas estas faltillas y que Dios las borre también de su libro de cuentas, viniendo a aumentar nuestro haber los actos de amor y entrega que, sumados unos a otros, lleguen en algunos años a constituir enorme capital de gracia y merecimiento.
Uno de los mayores secretos de la vida espiritual es no inquietarse después de las caídas, secreto que tan sólo puede infundir Dios en el alma. Supone en ella, por una parte, más que ordinario conocimiento de la extrema debilidad de la voluntad y de la excesiva versatilidad del espíritu humano, y por otra, íntima experiencia de la incansable bondad de Dios, y de la inagotable ternura para con su criatura.